Cristian Campos-El Español

Yo me largué de Cataluña en 2019 por un motivo que comprenderá cualquiera que se haya callado alguna vez una opinión en una cena con amigos «para tener la fiesta en paz».

Me largué porque estaba harto, precisamente, de callarme.

De callarme cuando los otros, los de «adopta un niño extremeño», no solían callarse sus opiniones nunca.

Porque sus opiniones, claro, eran autoevidentes, universales e incontrovertibles, además de justas.

No estoy hablando de mis artículos, donde yo decía, en general, lo que me daba la gana.

Estoy hablando del día a día. La peculiaridad catalana, el verdadero hecho diferencial, es que la gente suele decir en público lo que luego se calla en privado.

Y ese es el verdadero síntoma de una sociedad enferma.

Callarse en público lo que dices en privado es hipocresía social, que en dosis razonables es el aceite que necesita la maquinaria de la convivencia para funcionar sin problemas.

Decir en una columna de opinión cosas que luego te has de callar en privado es el verdadero síntoma tóxico. Porque indica que confías más en la libertad de prensa que en tus compatriotas.

Así que si tú también te has callado algo alguna vez durante una cena con amigos, tú y yo estamos en el mismo lado del muro de Pedro Sánchez. En el lado malo. En el de la España a erradicar.

Los otros, como ya digo, no se callaban nada nunca. Como no se lo callan ahora. El Frankenstein siempre ha dado por supuesto que sus ideas son las de todos. No conciben la discrepancia, salvo maldad o pago de por medio. No hay más opciones.

Que los del Frankenstein no se callen jamás sus opiniones demuestra en cualquier caso que su intención jamás ha sido «tener la fiesta en paz», que es a lo que aspira de forma intuitiva cualquier persona civilizada en una reunión en la que hay personas de mil leches distintas.

Su verdadera intención es okupar a codazos el espacio vacío que su contertulio cede educadamente como espacio neutral para el debate. Tú lo cedes y ellos cavan una zanja, la llenan de cocodrilos, se atrincheran en el castillo y luego le pegan fuego al bosque para que no lo cruces jamás.

Porque para el Gobierno de progreso no existen los espacios neutrales. Y si existen, deben ser ocupados por lo civil o por lo criminal. De ahí la frase de «todo es político».

El sexo, la raza, la clase, la política, el deporte, la cultura, la educación, la sanidad, la vivienda, la gastronomía, el clima y, por supuesto, el crimen. Todo es político. El objetivo es que no quede un solo espacio público, y ni siquiera privado, sin okupar. Eso es el totalitarismo.

Porque la turra no para ni puede parar jamás. Si para de pedalear, el de la turra se cae de la bicicleta.

A eso se refería Milei cuando dijo, con la sutileza que le caracteriza, que al zurdo no hay que cederle ni un centímetro porque lo utiliza para ponerte la bota en el cuello.

Y eso es lo que no ha entendido todavía el PP. Que en política no existen los espacios vacíos y que los que no ocupes tú, los ocupará el otro.

Que tú condenes el franquismo (porque eres un demócrata y eso es lo que hacen los demócratas) no impide, en fin, que ellos reivindiquen a sus más insignes guerracivilistas.

Un ejemplo clásico. Erradicar el cristianismo de los espacios públicos no ha expulsado a la religión de esos ámbitos. Sólo ha donado educadamente una parcela moral que ha sido ocupada por la nueva religión laica hegemónica. El progresismo.

La religión progresista, que hoy incluye a la izquierda y los nacionalismos, ha ocupado el Gobierno, pero también el CIS, el Tribunal Constitucional, RTVE, una buena parte de los medios privados, la Fiscalía, el Banco de España, las universidades, los sindicatos, la sanidad, la enseñanza e incluso una parte no precisamente desdeñable de un empresariado más pastueño de lo que suelen creer ellos.

Y Cataluña era esa cena con conocidos en la que siempre te callas tú, pero multiplicada exponencialmente por cien.

Yo me largué de Cataluña porque la tensión provocada por el golpe de Estado del procés convirtió una sociedad victimista en una violenta.

Un día, un conocido me dijo «espero que Pedro J. Ramírez te esté pagando bien lo que le estás haciendo a Cataluña».

A Cataluña, ni más ni menos. No a su hermana, su madre, su novia, su hija o él mismo.

A Cataluña. El amor de su vida.

Y ese día pensé «llevo cuarenta años viviendo en esta jaula de neuróticos infatuados y lo había normalizado, pero esto, definitivamente, no es normal, me tengo que largar de aquí».

Y me largué. Para vivir en Madrid el mismo tipo de persecución obsesiva por parte del poder que la mitad de los ciudadanos catalanes viven en su tierra.

Pero, al menos, sin la complicidad de mis vecinos y con ese pie en pared que es un gobierno autonómico que se niega a ser el saco de boxeo de la propaganda monclovita.

Durante unos años viví tranquilo. Cualquiera que haya vivido en Madrid sabe que aquí la gente no suele dedicarse a medir la devoción y el grado de sumisión al dogma de la persona que tiene enfrente.

Aquí nadie se dedica a sexarte la fe y calcular tus probabilidades de redención.

A Madrid, como dijo Rafa Latorre, se viene a que te dejen en paz.

Y durante unos años, yo viví en paz.

Pero Pedro Sánchez ha acabado importando la mala leche del procés a toda España. Esa ha sido su verdadera obra de Gobierno. No pacificar Cataluña, como suele decir él, sino encabronar al país entero como antes sólo lo habían estado Cataluña y el País Vasco.

Ahora, de nuevo, me encuentro en Madrid con cosas que creía haber dejado atrás, en provincias.

Los desequilibrados que te chillan «fascista», «genocida» o «mentiroso» a medio palmo de tu cara.

Que te preguntan en redes sociales cuánto te pagan el PP, Isabel Díaz Ayuso o la OTAN (hay mucho tonto útil de Putin en el Frankenstein).

Los cortos de entendederas que te reprochan, no los hechos, sino las opiniones.

Los de «ni Stalin ni Casado«. «Hombre, yo no defiendo a Nicolás Maduro, pero eso de alegrarte públicamente por el Nobel de la Paz a María Corina Machado es pasarse».

Los amigos que te informan de que han tenido que defenderte de tal o cual zumbado que te imagina con rabo y cuernos: «No, pero si Cristian es un tipo normal».

[O sea, qué narices: el que no es normal será en todo caso el que debe ser «apaciguado» porque amenaza, explícita o tácitamente, con liar la mundial si se le pone delante a alguien que cree que España es un infierno fiscal, que el sanchismo es corrupción, que el socialismo no funciona o que Hamás es un grupo terrorista y no un ejército de liberación nacional].

O la incomodidad generada por el evidente, para cualquiera que tenga ojos en la cara, incremento de la agresividad en la izquierda ante la inminencia de unas posibles elecciones generales anticipadas.

Y no porque el PSOE vaya a perder el poder y eso les genere ansiedad, sino porque ya están anticipando, como el perro de Pavlov, las calles que van a incendiar cuando Feijóo sea investido presidente del Gobierno en ese Vietnam perpetuo en el que viven.

Yo no sé qué ocurrirá en España cuando Sánchez abandone por la fuerza de las urnas el poder, aunque intuyo que habrá problemas, y espero que el PP tenga un plan que no sea quedarse pasmado en la autopista como el conejo deslumbrado por las luces del camión que le va a atropellar.

Pero sí sé lo que ocurrió en Cataluña cuando el ambiente se tensó por la violencia de los mismos, exactamente los mismos, que ahora la están tensando en el resto de España.

Y lo que ocurrió en Cataluña es una guerra civil de baja intensidad.

Porque Cataluña no está «pacificada».

Cataluña vive un alto el fuego más tenso y frágil que el de Gaza, como demuestran los altercados violentos que se han sucedido con las excusas más peregrinas durante los últimos meses.

[El sabotaje de la Vuelta en Madrid no ha sido más que un ensayo general destinado a comprobar si existe en la capital el mismo caldo de cultivo radical que en Cataluña permite incendiar las calles cuando le conviene a la alta burguesía nacionalista].

Un amigo periodista me dijo hace unos días «el punto de ruptura es siempre el mismo: ellos responden a tus críticas a sus ideas con ataques ad hominem«. O sea, el viejo «tú crees que ellos están equivocados y ellos creen que tú eres mala persona».

No te dicen «tus ideas están equivocadas porque A, B y C». Sino «esparces odio, eres tóxico y debes ser silenciado, por las buenas si te avienes a callarte, o por las malas si insistes en hablar».

Que se lo pregunten a David Alandete. O a Jorge Calabrés, que me queda aun más cerca. O a Rebeca ArgudoChapu ApaolazaPaula FragaRafa Latorre o Jorge Bustos.

Al final, Wert nunca españolizó a los niños catalanes, pero Pedro Sánchez sí ha catalanizado a los niñatos españoles. El procés catalán ya es el proceso español. Y la supervivencia del presidente depende del éxito que haya tenido su intento de convertir toda España en Cataluña.

Lo comprobaremos en las próximas elecciones generales, pero sobre todo después de ellas.