Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 22/1/12
Ahora tocaría Escocia, pero seamos cautos. Seámoslo, pese a esta algarabía scottish que se ha apoderado de articulistas y burukides, y que no sé si es algo más que ese viento periódico que hace ondear cada poco las banderas e insufla el ánimo necesario a quienes viven en el ansia de lo improbable. Llevamos más de un siglo recorriendo la geografía universal en pos de algún espejuelo del sueño, de algún reflejo que le dé vida, y si hace no mucho nos deslumbramos con Quebec, ahora sustituimos sus destellos apagados por la nueva luminaria, y ahora le toca a Escocia, nuevo testigo de lo posible. Iñigo Urkullu cuestionaba en su discurso de reelección a quienes negaban que en Europa se pudiera aplicar la autodeterminación «con respecto a lo que sea decidido por quien lo ha de decidir», y lo hacía con la mirada puesta en Escocia. Pero lo que sí parece seguro es que los escoceses no podrán decidir – porque Londres lo impide – lo que realmente les gustaría decidir: la autonomía fiscal, esto es, ser como Euskadi. Lo que dicta Londres es: como todos o fuera, y todos tan contentos. Y fuera, con reina o sin ella, hace mucho frío.
Iñigo Urkullu parece un hombre razonable, alejado del mesianismo histérico del nacionalismo reciente, tanto de su partido como del resto de fuerzas y movimientos independentistas. La única meta de su formación, dice sin ambages, es lograr la independencia, y, en efecto, no puede decir otra cosa porque esa es la razón de ser de su partido, el motor que lo impulsa. La meta, sin embargo, puede dictar el impulso, pero no necesariamente obnubilar a quienes la persiguen hasta el extremo de que lleguen a ignorar las condiciones y posibilidades del presente. A esto último creo que se le llama pragmatismo y suele ir vinculado al acceso al poder político, pues es en éste en el que se encarna la plausibilidad de las metas, la pervivencia y la consecución del objetivo, aunque éste pueda parecer utópico. El poder es el presente del deseo, no lo relega sino que lo actualiza, y cuando Iñigo Urkullu nos presenta su proyecto, su «nuevo estatus político» en España, no nos está ofreciendo un globo hinchado para conseguir el poder desde su nacionalismo «inclusivo», sino que reclama con él el ahora del poder para la independencia futura.
De ahí que cuando postula para Euskadi otro Gobierno, lo haga exigiendo un «Gobierno vasco de verdad», con lo que desautoriza al actual con una formulación desdichadamente xenófoba, impresión que se agudiza cuando le atribuye como rasgos «la impostura y la indolencia», una caracterización del «maketo» que creíamos ya superada. Iñigo Urkullu parece un hombre razonable, y sabe muy bien que ahora no toca Escocia, aunque nos equivocaríamos si pensáramos que se ha olvidado del mañana y del ayer. Su mañana nos parece legítimo, pero hay aspectos del ayer que tendría que superar si pretende que su proyecto sea inclusivo de verdad.
Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 22/1/12