Amaia Fano-El Correo
En España no existe un problema con el aborto que no se encuentra, ni de lejos, entre las primeras preocupaciones de la ciudadanía –ni siquiera de las mujeres– como sí lo están en cambio la vivienda, la salud, la seguridad, la inmigración o la tendencia alcista de la carga impositiva a la clase media. Sin embargo, el Gobierno considera necesario blindar este derecho en la Constitución, por la vía de urgencia, con una reforma que no implique disolver las Cortes.
La propuesta se presenta como un avance histórico, pero en realidad pretende reabrir un debate que la sociedad española dio por zanjado hace ya cuatro décadas, cuando el movimiento feminista plantó cara en las calles y la interrupción voluntaria del embarazo dejó de ser un delito mediante la aprobación de la Ley del Aborto, que regula su práctica en determinados supuestos –riesgo para la salud de la madre, embarazo por violación o malformación del feto– y su posterior reforma, con la Ley de Plazos, validada ya por el Tribunal Constitucional, que consiente que una mujer pueda abortar sin tener que dar explicaciones, dentro de las primeras semanas del embarazo.
España logró alcanzar a mediados de los ochenta un consenso social amplio, estable y transversal sobre esta cuestión moralmente controvertida, que más del 80% de los ciudadanos –insisto– considera ya superada. Y nadie en su sano juicio (salvo Vox) propone hoy volver atrás. Incluso en el ámbito conservador, más allá de matices de índole religioso, la mayoría de las formaciones políticas asumen que las mujeres puedan decidir libremente si ser madres o no, dentro de un marco legal garantista, y tanto el TC como la jurisprudencia europea refuerzan esa autonomía.
No hay, por tanto, disputa social ni jurídica. Reabrir ahora este debate no responde a una urgencia real, sino a una estrategia política. Lo que el Gobierno persigue es colocar al PP en un terreno incómodo, obligándolo a volver a pronunciarse sobre un tema sensible que podría desincentivar a algunos de sus potenciales votantes arrojándolos en brazos de la ultraderecha y movilizar de paso al electorado de izquierda, que encontraría en el aborto una nueva/vieja bandera de las que incendian las calles, en la que envolverse tras la desactivación de la causa pro Palestina.
Sánchez recurre así, por enésima vez, a la estrategia pirómana de resucitar viejas polémicas para polarizar a la sociedad y marcar perfil ideológico. Pero la Constitución necesita reformas serias, fruto de amplios consensos, no fuegos de artificio legislativos.
El aborto ya está blindado en la conciencia colectiva. Traerlo de nuevo a la conversación pública y convertir lo que es ya un derecho amparado por la ley, en un tema de discusión con fines propagandísticos es una frivolidad institucional que vuelve a poner en cuestión una prerrogativa que a las mujeres nos costó mucho conquistar. La libertad sexual no se garantiza con soflamas políticas y reformas simbólicas, sino con más y mejores recursos en la atención sanitaria y políticas públicas que acompañen a las mujeres en sus decisiones, sin juzgarlas.