Antonio R. Naranjo-El Debate
  • Por mucho que el personaje sea detestable, tiene una virtud inédita en Sánchez: la coherencia, con la que destrozará lo que pueda al tahúr

Puigdemont sabe lo que hace. Es imposible para un español constitucionalista compartir nada de lo que haga el mayor elemento de desestabilización de tu país, hasta la llegada de Pedro Sánchez. Pero no es complicado entenderlo y explicarlo: es un independentista inquebrantable que busca la separación de Cataluña y todo lo que hace o intenta va dirigido a alcanzar ese objetivo.

Los retratos psicológicos del personaje, presentado como un lunático, proceden de las mismas trincheras políticas y periodísticas que, en otra de sus contradicciones hipócritas habituales, buscaron su respaldo para investir a Sánchez y, para lograrlo, defendieron la necesidad de darle todo lo que pedía, incluido una amnistía, una negociación en el extranjero con verificadores internacionales, un concierto económico catalán y la ilusión de un referéndum de autodeterminación.

Llamar loco a alguien cuyo supuesto delirio ha sido asumido y está siendo aplicado por quienes no han hecho otra cosa que indultar a condenados, legalizar sus delitos y reforzar sus objetivos solo es posible en el universo sanchista, ese espacio sin normas ni límites que recuerda tanto al devastado territorio ficticio descrito por Paul Auster en «El país de las últimas cosas».

O sea, que Puigdemont era independentista y sigue siéndolo, parecen sorprenderse en el Coro Rociero del PSOE, tan parecido al gendarme de Casablanca que, al entrar en un casino, dice aquello de «Qué escándalo, aquí se juega».

Las ensoñaciones del líder de Junts quedaron respondidas cuando, en 2017, declaró la independencia y el Estado de derecho le replicó con el rigor jurídico y democrático que cabía esperar de él, obligándole a huir a Waterloo, capital geográfica de la República imaginaria de Narnia. Y allí seguiría de no ser porque un kamikaze con menos escrúpulos que un león en un congreso de antílopes optó por la única opción inaceptable de entre las tres que tenía: olvidarlo, ayudar a detenerlo o rehabilitarlo.

Puigdemont hizo presidente a Sánchez, lo que en términos políticos equivale a darle la placa de sheriff al tipo que había entrado armado en un instituto en Wisconsin. Despreciarlo ahora en Cataluña, con otro de los engaños de la casa que aspira a hacer presidente a Salvador Illa y a la vez mantenerse él en Moncloa con los votos de Junts; es demasiado incluso para un tipo cuyo único talento es la ausencia de principios más galopante nunca vista: llamar resiliencia a la capacidad de apuñalar por la espalda a su propia sombra, un imposible físico, equivale a solazarse con la capacidad descuartizadora de Jack, por situarnos en la catadura moral del personaje.

Es probable que Sánchez tenga ya previsto un plan, que solo puede ser persuadir a Junts de que no rompa su Gobierno a cambio de mantener o incrementar sus compromisos feroces e ilegales con Narnia o aceptar esa ruptura e ir a Elecciones Generales aprovechando el páramo existente a su izquierda para lograr un buen resultado del PSOE.

Y en ese caso se podrá decir que lo ha vuelto a hacer y, por décimo año consecutivo desde que en 2015 iniciara el periodo negro pactando con Podemos los «Ayuntamiento del cambio», someterá a España a sus peores tensiones desde el siglo XIX, la destrozará como nadie en 150 años y le añadirá a eso, sea cual sea el desenlace, un problema casi irresoluble con Cataluña y el resto de Comunidades infectadas por el virus nacionalista.

Pero a Puigdemont, mientras, no se le podrá negar su coherencia, su perfecto respeto a sus compromisos y objetivos: es un independentista que actúa como un independentista y solo se conforma con un Estado propio. Si no lo consigue, las posibilidades de que ayude a pacificar Cataluña y mantenga de presidente español al señor que le intenta comprar o engañar son tan reducidas como las de ver a Sánchez haciendo algo por algo o alguien que no sea él mismo.