JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 24/03/13
· Considerar a Artur Mas como parte de la solución es un desafío a la inteligencia.
Duran Lleida parecía casi eufórico días atrás al anunciar «una clarísima voluntad de reorientar el diálogo con el Gobierno» por parte de la Generalidad de Cataluña. El contento de Duran es comprensible por tratarse de una de la víctimas políticas más ilustres en ese continuado ejercicio de tiro en el pie que la coalición nacionalista se ha venido administrando desde que su líder Artur Mas sucumbió a la ensoñación independentista, arrebatado por la gran manifestación del 11 de septiembre.
Desde entonces se ha venido cumpliendo punto por punto lo que ocurre siempre que el nacionalismo tenido por moderado debería recordar, y que siempre olvida, cuando emprende sus aventuras mesiánicas en sociedades de esas que se llaman posideológicas –la posmodernidad afecta a todos–, donde el nacionalismo es asumido por un segmento importante de sus votantes como una opción instrumental pero no como una causa existencial.
Por si hacia falta evidencia experimental, se ha comprobado una vez más que cuando se ponen en marcha procesos de radicalización, los beneficiarios son los radicales. De ahí que el plebiscito soberanista que Mas pretendía con las últimas elecciones se convirtió en una humillación de su impulsor para engorde de Esquerra Republicana. La segunda evidencia que el nacionalismo olvida, llevado por su ofuscación, es que su trayectoria de éxito político y electoral en estas décadas se debe en gran medida a la centralidad que al PNV y a CiU le atribuyó el sistema político de la Constitución en tanto que se les suponía administradores prudentes de los problemas territoriales por excelencia. Esa centralidad, resignadamente reconocida por los demás como un sobreentendido con origen en la propia Transición democrática, tenía algunas contrapartidas en forma de unos mínimos de lealtad institucional que los nacionalismos vasco y catalán se han sentido legitimados para saltarse a la torera cuando les ha convenido en función de factores endógenos. No se han dado cuenta de que cuando abandonan esa centralidad les va mal y se quedan sin guión en esa tierra de nadie contradictoria entre la ruptura con el sistema en el que gobiernan y una independencia imposible.
Tampoco reparan en un persistente error de principio que es producto de creerse sus propias fabricaciones históricas. Es la ilusión plebiscitaria. Convencidos de que estos son conflictos entre vascos (todos) y españoles o entre Cataluña y España, están convencidos de que basta con trazar la línea divisoria para que todos los vascos o toda Cataluña se alineen tras ellos. Atrapados en su propia dicotomía, no han reparado en la pluralidad interna de sus respectivas comunidades, en la dualidad de sentimientos de pertenencia de la población que compatibiliza y reconoce en diversa proporción una identidad vasca o catalana con la asunción de una identidad española en términos que nada tienen que ver con esa lectura agónica, autorreferencial y, al cabo, atorrante con la que nos martillea la prédica identitaria del nacionalismo. Y ocurre entonces lo previsible: es la propia sociedad gobernada por el nacionalismo la que se divide, la que ve abrirse líneas de fractura que el relato nacionalista no creía posible simplemente porque el nacionalismo confía en que no hay pluralidad que se resista a la ortopedia que impone y al peso con que hace sentir su hegemonía social. Aun así, incluso en comunidades como Cataluña, donde sociedad civil y opinión pública plural sólo ofrecen destellos ocasionales, el arrebato independentista ha generado una profunda división, malestar e inquietud. De lo que se deduce que antes de plantear al resto de España y al propio Estado el problema que el independentismo quiere generar debería comprobar el grado de apoyo real a sus pretensiones.
Ahora, si por hipótesis nos situamos en el mejor escenario, es decir en un deseo de desactivación del proceso soberanista por quienes lo pusieron en marcha, vemos otra de las características que se desprenden de la observación clínica de los nacionalismos. Se trata de su pretensión, siempre, de concentrar beneficios pero distribuir costes. Por eso, cuando Mas creyó que la situación era propicia convocó elecciones anticipadas para ser él el personaje carismático que recibiría el apoyo plebiscitario del pueblo catalán con la encomienda de llevarle hacia la independencia, libre ya de esa España que roba.
Ahora que todos sus cálculos han fallado, que su puja insensata ha removido los posos que años de condescendencia habían ido decantando en el oasis, ahora que Cataluña comprueba que lisa y llanamente no puede financiarse y que su única posibilidad de sostener las cuentas públicas es el Tesoro, pues ahora, la cuestión es cómo buscar una salida a Mas que le permita ‘salvar la cara’. En política, las salidas suelen estar bien marcadas. No es castigo, es lógica democrática. Bajo cualquier criterio democrático, Mas debería haber dimitido como corresponde a quien apuesta, pierde y tiene que pagar. Considerar a Artur Mas como parte de la solución es un desafío a la inteligencia. No sólo porque no es fácil explicar cuáles son los merecimientos de Mas para que se le tenga que salvar la cara, ni por qué haya quienes tengan que soportar ese coste que CiU quiere distribuir.
Proponer un acuerdo para que pueda celebrarse ‘algún tipo’ de consulta en 2014, o ‘algún tipo’ de arreglo financiero de raíz bilateral, para que CiU pueda decir que todo este inmenso lío ha merecido la pena es una invitación a reincidir en los mismos experimentos, es una condonación injustificada de la deslealtad hacia mínimos exigibles de conducta institucional y una pésima pedagogía. Bienvenida sea esa actitud de diálogo si realmente existe, pero la salida que haya de darse a Artur Mas está, antes que en cualquier otra instancia, en manos de CiU.
JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 24/03/13