Rubén Amón-El Confidencial

Sánchez ha creado dos categorías de españoles a costa del PSOE: los aliados y los enemigos, los buenos y los malos, los progres y los reaccionarios

Puede haberme sucedido la metamorfosis que antaño experimentó Gregor Samsa. No porque me haya convertido en un escarabajo, pero quizá el ejemplo del abyecto coleóptero sirva como metáfora de mi transformación en un facha. Y no lo era hasta hace unos días, pero he amanecido rodeado de síntomas. Quizá sea la edad, o sean los achaques. Me escandaliza que mis opiniones —no todas, aclárese— coincidan con algunas luminarias del pensamiento reaccionario. Me desconciertan los recelos y suspicacias que me provoca la izquierda contemporánea, aunque un servidor se haya sentido de natural socialdemócrata. Al menos hasta que el PSOE fue renunciando a los principios de la solidaridad territorial —que es la igualdad entre ciudadanos—, puso en entredicho los tribunales y se avino a pactar con el populismo y el nacionalismo cavernario. Me he convertido en un facha porque habiendo votado a Felipe González y hasta a Zapatero, recelo del cinismo con que Sánchez ha transformado el partido en un sacrificio de su ambición y de su instinto. Soy un facha porque estoy al otro lado del progresismo. Ya lo ha dicho Sánchez: conmigo o contra mí. Y lo ha perfeccionado Iglesias con un énfasis más académico y autoindulgente: «Nos juzgarán no por lo que haremos sino por lo que somos».

En realidad, el de Sánchez no es un problema ideológico ni de idiosincrasia política, sino de narcisismo y de cesarismo, pero los reproches a la megalomanía del timonel socialista me convierten en un facha porque la izquierda oficialista interpreta que la descripción de un PSOE irreconocible convierte en ultraderechista a cualquier objetor. Y empiezo a sentirme como Samsa en la metamorfosis de un insecto horrible. Apenas puedo moverme.

Me escandaliza el desenlace, pero mucho más debía hacerlo a quienes votaron a Sánchez convencidos de que no pactaría con Iglesias y ERC

Convalezco de la investidura. Y no por las razones que me atribuyen los tuiteros anónimos y los tertulianos del régimen (la bilis, el odio). Ni he perdido las elecciones ni las observo como una cuestión futbolística. Me escandaliza el desenlace, pero mucho más debía hacerlo a quienes votaron a Sánchez convencidos de que nunca pactaría con Iglesias y ERC. Así se lo prometió el patrón de la Moncloa con vehemencia, pero el cinismo, la amnesia y el fervor mediático han transformado las plagas en maná providencial. Y han establecido una línea inflamable entre el bien y el mal, entre el progresismo y los fachas. Revestiría mayor credibilidad el planteamiento si no fuera por la heterogeneidad del bloque redentor. No existe un partido más conservador que el PNV. No existe un retroceso mayor que el nacionalismo. No existe mayor indigencia política que el populismo. No existe un partido más antisocialista que Unidas Podemos. Y no existe un partido menos socialista que el Partido Socialista, pero la vocación (superstición) catártica de la «izquierda» tanto somete la mansedumbre de las baronías como establece la regla fundacional del antagonismo. Progres y fachas. Aquí o allí.

Se me ha asignado esta categoría como a Samsa se le asignó el caparazón. Nunca he llegado a votar al PP, aunque algunas cavilaciones nocturnas alteraron mi sueño y me sorprendieron agitado. No hablo de Aznar, sino del marianismo. Que no era la derechona porque Rajoy nunca expuso el menor énfasis ideológico ni se le puede describir como un estadista. Aspiraba a resolver problemas y a gobernar con pragmatismo, aunque desempeñó un papel negligente, atroz, en la gestión de la crisis catalana. Y aunque no puso remedio a la corrupción orgánica de su partido en 13 ‘rue’ de Génova.

Fue el contexto en el que apareció Rivera. El instante en que el agotamiento del bipartidismo concedía una iniciativa liberal, no en el sentido del capitalismo desenfrenado, sino desde una concepción amplia de las libertades que además erguía e izaba con orgullo la bandera comunitaria.

Ha malogrado Rivera su propia criatura. Y ha sobrevenido una ultraderecha confesional, anacrónica, montaraz y xenófoba cuyas pulsiones justicieras se recrean en las psicosis, las emociones feroces y la testosterona.

Muy facha no debo ser, en realidad, cuando me escandaliza la verborrea de Abascal. Y cuando las soluciones de Vox a los problemas que la izquierda enfoca desde el buenismo —la inmigración, la seguridad— se resuelven con brochazos y calentones a expensas de la convivencia elemental.

Soy un facha, en efecto, porque estoy bastante a la derecha de este PSOE, como lo están tantos socialistas atónitos, silentes y en letargo

Cuesta escribir con las extremidades de un coleóptero, pero la mutación en facha por asignación reviste sus cualidades. Permite observar el proceso degenerativo del espécimen progresista-ibérico. No ya víctima del moralismo, de la pulsión estatalista y del pavor a la libertad de expresión, entre otras libertades, sino cómplice de un artificio embrionario que conspira contra sí mismo: no puede hablarse de un proyecto solidario cuando el chantaje del soberanismo discrimina entre el la abstracción del pueblo y la categoría de los pueblos elegidos.

Soy un facha, en efecto, porque estoy bastante a la derecha de este PSOE, como lo están tantos socialistas atónitos, silentes y en letargo, quizá temerosos de convertirse también ellos en escarabajos. Y no es sencillo darse la vuelta de la cama con un caparazón —ya lo cuenta Samsa en su angustioso relato—, pero son preferibles esta clase de incomodidades orgánicas a transigir con la mutación del socialismo al sanchismo. Porque es Sánchez quien no deja de moverse entre las páginas del ‘Manual de resistencia’. Quien ha cambiado el centro de gravedad y los dogmas. Y quien se encubre en los fachas para legitimar todas sus vergüenzas.