NICOLÁS REDONDO TERREROS – EL MUNDO – 01/10/15
· A raíz del 27-S habrá negociaciones en Cataluña, pero ha quedado claro que más del 50% de la ciudadanía catalana no quiere salir de un depósito afectivo más amplio que el que los nacionalistas quieren imponer.
El paronama planteado después de las elecciones autonómicas catalanas sigue siendo muy complicado. Es un problema español, de España, pero no hay solución estratégica sin los catalanes, ¿qué hacer entonces? Todos los grupos humanos grandes, las naciones, por ejemplo, tienen un «depósito» de recuerdos, de memoria, de historia, de relaciones sentimentales, culturales, políticas y económicas. Éstas últimas están desapareciendo velozmente debido a la globalización que define la identidad entre ellos y el carácter para terceros –solemos confundir la identidad con la personalidad, lo que lleva a algunos a defender causas descabelladas. La identidad es la que nos permite seguir siendo lo que somos, es interior y hasta íntima, por lo que no se defiende de extraños, sino de enemigos internos y la personalidad es lo que nos distingue ante terceros y puede ser conveniente cultivarla moderadamente–.
El problema que nos plantean los independentistas catalanes es el provocado por la sustitución de ese «deposito común», resultado de una destilación natural de la historia de todos, por otro distinto, en el que prevalecen los recuerdos, la historia, los sentimientos, las relaciones culturales y políticas que son ajenas o entran en conflicto artificialmente con el «depósito» común español. De ese conjunto de relaciones que define a los grandes grupos humanos suele sobresalir un trauma desgraciado o favorable para fortalecer la identidad grupal. Es extraño que si el «trauma elegido» es negativo, una derrota, una humillación o una invasión, el grupo no se incline por una posición victimista y poco importa para ello que la configuración de la conmoción tenga orígenes míticos, irreales, confusos o exagerados. Una historia poco canónica arrastrada durante siglos nos ha dividido a los españoles entre los que defienden «la España que fue» y los que defienden «la que pudo ser», ambos envueltos en una melancolía que ha oscilado entre la tristeza y la ira. Veo a los dos bandos enfrentados por lo que ya no es y lo que nunca ha existido, olvidando la gestión de un presente, siempre más rutinario y menos épico.
A los dos bandos en conflicto, que los podemos ver fácilmente a través de la historia, se unió un tercero a rebufo de una revolución industrial tímida y parcial en España con las excepciones del Norte y Cataluña. En esta última comunidad fue creciendo, con el mismo origen que el de los otros dos bandos enfrentados, un trauma victimista que viene a simplificarse en: «sólo somos lo que somos debido a la ocupación de nuestra patria por los españoles». Los partidarios de la «España que fue», los partidarios de «la España que pudo ser» y los nacionalistas son, al fin y al cabo, producto de la misma historia y del rechazo a una postergación económica, intelectual y política que atravesó el siglo XIX y se prolongó durante el siglo XX, sin una solución en profundidad, debido a que aquí el panorama público fue ocupado por unas divisiones más dolorosas y sangrientas: la Guerra Civil y la dictadura franquista.
Pero mientras los españoles constitucionales expiaron parte de sus fantasmas durante la Transición, que entronizó la preocupación por el presente y por todo lo práctico -como nos inclinamos fácilmente hacia los extremos, hemos pasado de la épica del pasado a una pragmática forma de hacer política y de un conveniente patriotismo constitucional a una coexistencia condicional–, los nacionalistas con su victimización, que oculta como casi siempre un complejo de superioridad, han elaborado la ideología de la permanente reivindicación. Durante los últimos años hemos intentado satisfacer la «necesidad de reparación» de los nacionalistas, no tanto porque creyéramos que todas su reclamaciones fueran justas o porque estuviéramos plenamente convencidos, sino para conseguir su tranquilidad y acallar un sentimiento de culpabilidad impuesto por una interpretación del pasado sesgada y aceptada por ellos sólo a «beneficio de inventario», olvidando la conformación plural de las sociedades en las que han ejercido el poder. Hemos aceptado para esas comunidades lo que no aceptaríamos para nosotros: ganar unas elecciones legítimas para gobernar y para imponer una ideología determinada, la nacionalista en este caso, al conjunto.
Pero los nacionalistas catalanes han querido ir más allá. Después de una campaña convenientemente larga e intensa han llamado a la sociedad catalana a unas elecciones autonómicas, a las que han querido dar carácter plebiscitario, creyendo todos los fanáticos ver a toda la sociedad catalana donde sólo estaba una parte; han creído que todos los catalanes comulgaban con su credo redentorista y han confundido sus opiniones con la opinión dominante de la sociedad catalana. Y, ¡oh sorpresa!, más del 50% de los votantes les han dicho, con las variantes ideológicas que van desde la derecha a la extrema-izquierda, que no quieren salir de un depósito afectivo, cultural, económico, histórico que es más amplio que el que los nacionalistas catalanes han querido imponer a todos. Habrá negociaciones, habrá acuerdos y también conflictos, pero después del 27-S todos estarán obligados a tener en cuenta a esa mayoría silenciosa que el domingo dijo: «tenéis que contar con nosotros».
Los nacionalistas, si son antes demócratas, deberán reconocer que en las elecciones que ellos querían plebiscitarias, la mayoría les ha dicho no; pero los partidos nacionales no podrán utilizar a ese 50% de la población catalana como moneda para garantizarse el voto o la tranquilidad en Madrid. Nunca ha sido Barcelona un contrapeso tan real a Madrid como lo puede ser desde ahora. Puede que se hagan menos negocios, puede que algunos bufetes estén desorientados hoy, puede que algún ¿Grande de España? haya retrasado su viaje a Madrid unos días para hacerse cargo de la nueva situación, pero ahora Barcelona puede convertirse en un poderoso y necesario agente modernizador.
Pero las elecciones autonómicas nos dejan otros datos menos trascendentes sobre los que reflexionar. A nadie se le escapa que, con los resultados en la mano, parece más difícil hacer un Gobierno que gestione el día a día que proclamar desde un balcón la independencia. A esta confrontación electoral le seguirán días, meses o años de inestabilidad y desgobierno, todo dependerá de cómo sean los dirigentes nacionalistas, quizás sean peor de lo que creemos. Ha desaparecido, por desgracia para la sociedad catalana, la formación política que aglutinaba el centro-derecha nacionalista debido a un liderazgo tan visionario como aventurero, tan peligroso como mediocre, tan épico como ventajista. Pasadas las horas y tras el fracaso al que ha llevado a su partido y representados, Mas no ha dimitido, confirmando la más baja opinión que se tenía sobre su persona.
Por otro lado, el éxito de Ciudadanos, que le convierte en el partido más útil para enfrentar uno de los problemas más graves de España, es el premio a la coherencia, al rechazo a entender el espacio público como un zoco árabe en el que todo se puede comprar y vender… hasta los principios. Por su parte, los socialistas catalanes han capeado bien el temporal. El daño que le quisieron hacer personajillos y familiares de personajes, una vez perdido el poder, ha sido escaso. Pero no deberían olvidar que han realizado la campaña más «españolista» de su corta historia y que otros han sido premiados por no abandonar su electorado. Corren el peligro de confundir que han salvado los muebles con que el electorado les ha legitimado para imponer su discurso. Pueden pensar en el futuro con serenidad pero su discurso no tiene la fuerza suficiente para que la actividad política española y catalana gire a su alrededor.
La derrota de la Unió de Duran muestra como la inmensa mayoría de los catalanes no han tenido miedo a rechazar el statu quo que ha dominado la política catalana. Con Duran se va una política basada en el chalaneo, la doble personalidad y el engaño como práctica común de hacer política. Forma de hacer política de la que sólo ha sido el último representante, ni el mejor ni el que más se ha aprovechado de ella. De los claramente derrotados mejor dejarles que saquen sus conclusiones. Cada vez que el candidato del PP se refería a la huida de Rivera o de forma despectiva a la candidata de Ciudadanos, mostraba que olvidaba el objetivo nacional y dirigía sus esfuerzos a defender sus intereses partidarios. Pero los catalanes sabían que en el 27-S era mucho lo que se jugaban, que necesitaban líderes para una política grande y por lo tanto han despreciado tanto lo que dividía como lo pequeño. ¡Toda una lección!
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.