- La izquierda ya no aspira a convencer con argumentos, ahora pretende prohibir la discrepancia, marcando como ultras a los que disienten del credo obligatorio
Por deber profesional, y porque me gusta y lo haría aunque no fuese gacetillero, suelo ojear varios periódicos a primera hora. En el repaso incluyo también el diario de referencia del sanchismo, aunque su influencia y la calidad de sus escribientes hayan declinado mucho.
En sus entregas de este fin de semana se afanaban en intentar desmontar los méritos de la Reconquista española, que vendría a ser solo un puñado de bulos fachosféricos. Además, ofrecían un reportaje dedicado a señalar a los que llamaban «soldados de la batalla cultural». Allí pintaban como una suerte de «ultras» a todos aquellos que osan a rebatir el ideario de la izquierda, por lo visto ya el único aceptable.
Aunque la importancia de dicho medio sea relativa, el señalamiento a quienes se plantan ante la ingeniería social de la izquierda resulta revelador.
En su versión dura, el socialismo ha resultado una tozuda calamidad. A la postre, siempre ha dejado idénticos éxitos: igualación a la baja en la pobreza, o en el estancamiento, y represión (ahí está el penúltimo ejemplo: Venezuela).
En su versión socialdemócrata construyó el estado de bienestar, su presunto gran éxito, que es discutible, porque el precio ha sido un agobio fiscal que saquea nuestro bolsillo y porque ha generado un colosal globo de deuda. Pero esa supuesta idea providencial fue pronto copiada y asumida por los partidos de derechas.
La socialdemocracia carece de soluciones ante un problema que ha provocado un enorme malestar en todo Occidente, antaño sordo y ahora ya sonoro. Se trata de la pérdida de poder adquisitivo de las enormes clases medias, que ven que el futuro de sus hijos va a ser peor que el suyo, pues la ilusión del avance intergeneracional constante se está desvaneciendo (y más con una economía digital poco distributiva y con Asia trabajando más y ganándonos el futuro).
A comienzos del siglo XXI, los socialdemócratas se despiertan ante tres crudas realidades: 1.- Somos menos eficaces que la derecha con la economía. 2.- La derecha ha hecho suya nuestra idea estelar (sanidad y escuela públicas y pensiones). 3.- Las clases medias y bajas se están hartando de nosotros, porque no arreglamos ni afrontamos sus problemas reales, y se están pasando a la derecha.
¿Qué hacer? La solución que se le ocurrió a la izquierda es lo que andando el tiempo se ha dado en llamar el wokismo. Sabedores de su torpeza en el reto mollar de la economía, se inventaron una nueva oferta con la ingeniería social. Ya no aspiran a ser keynesianos, sino a formatear nuestras mentalidades con una nueva moral (o más bien una moral amoral).
En lugar de intentar mejorar las vidas de los desfavorecidos, su bandera histórica, la izquierda pasó a vender el llamado «progresismo», una suerte de credo laico, que pretende obligatorio e irrefutable.
Ese cóctel de ingeniería social lleva los siguientes ingredientes: victimismo «de género» (en forma de un feminismo desabrido y una sorprendente pasión por la homosexualidad, como si fuese vitola de superioridad), la religión climática, una revisión revanchista de la historia, la condena del esfuerzo, la subcultura de la muerte (presentando hechos tan dolorosos como el aborto y la eutanasia como una suerte de fiesta de los «derechos») y la consideración como sospechosos de aquellos que prosperen, que deben ser castigados con una fiscalidad confiscatoria.
Sobrevolándolo todo, la clave que unifica la fórmula: la supresión de lo trascendente, la negación de Dios, unas veces explícita y otras implícita. Ahora manda el gran YO egotista, el individuo (que al final, en sangrante paradoja, acaba entregando parcelas de su libertad a un Estado omnímodo, que todo lo manda y que hurga hasta en lo más recóndito de las existencias, aplastando así al individuo teóricamente liberado, al que distrae de su triste situación real a golpe de ocio y hedonismo, como en Un mundo feliz de Huxley).
Esa ideología lo impregna todo. Va desde las series de las plataformas, que no son solo un entretenimiento, sino que predican la visión «progresista»; hasta la prensa y las televisiones de esa anomalía autoritaria que hemos dado en llamar «sanchismo».
Ya ni siquiera aspiran a convencer con sus argumentos. Ahora pretenden eliminar toda discrepancia, a veces sutilmente y otras, no tanto (en España, el Gobierno ya señala por su nombre y apellidos a disidentes del providencial régimen socialista-separatista).
Defender ideas tan normales como una visión cristiana de la vida, la existencia del sexo biológico, el derecho a estudiar español en España, la unidad de la vieja nación, el derecho a la vida, la dignidad inalienable de las personas, el valor del esfuerzo y el mérito… todo ello pasa a ser tachados de imperdonable desviacionismo «ultra».
Incluso el sentido común se considera «reaccionario». Y al que discrepe, palo y señalamiento. Si no se da réplica a este rodillo, la alternativa es convertirse en ganado silente, pastoreado por el izquierdismo desde su atalaya de falsa superioridad moral.