Y dale

JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • A quienes llevamos toda la vida cambiando de opinión nos parece incomprensible la ética de la fijeza

Mi abuelo paterno era aragonés; cumpliendo con el tópico, su cabezonería era legendaria. Hombre de vasta cultura, habría deseado aplicar el atributo a polémicas sobre Bizancio o a la filosofía del Derecho. Su derrota en la guerra, la tragedia familiar mientras permanecía preso en el Castillo de Montjuic, su degradación como militar y la prohibición de ejercer la abogacía, represalia especialmente estúpida, dieron el hombre amargado que yo conocí. Su testarudez no pudo volar en libros, conferencias o tertulias, sino regresar infinita e internamente a su desgracia.

El gran obcecado con suerte y cultura puede ser fascinante. Tiene un motor en la cabeza o en el corazón, o quizás en el centro del pecho, que porfía ideando argumentos nuevos, refutaciones sorprendentes, vías lógicas inexploradas, persuasiones. Conozco a personas así que, además de brillantes, tienen la memoria tan bien engrasada y gustan tanto de una buena polémica que, lejos de rehuir su empecinamiento, me pongo a su lado y disfruto. Es el caso del turolense Federico Jiménez Losantos. Es el caso de Francisco Sosa Wagner, aragonés mental nacido en Marruecos. Escucharles siempre conlleva aprendizaje, pero desafiar una postura o convicción suya es una fuente de placer intelectual, el espectáculo de la inteligencia en marcha. Naturalmente, todo esto terminaría en el momento en que siguieran a lo suyo una vez demostrado su error. No hay problema con los citados: concurre buena fe intelectual. Por eso no menciono a otros amigos a cuya atracción no merece la pena subirse porque no buscan la verdad sino la continuidad de sus hinchamientos de rana.

A quienes llevamos toda la vida cambiando de opinión tan pronto como descubrimos nuestro error nos parece incomprensible la ética de la fijeza. E inexplicable. ¿A qué edad habría que congelar las convicciones, so pena de ver reprochado el cambio como tacha? ¿A los siete años, a los veinte? ¿Qué sentido tiene eso? Dada la calaña de los que suelen recordarnos nuestros cambios de criterio, la cosa no importa tanto, la verdad. Esos tipos practican su vicio en política, e incluso personas algo instruidas asumirán el coste de la zafiedad cuando se acercan elecciones.

Mi padre heredó la naturaleza terca del suyo, algo que yo agradezco infinitamente ahora por las aleccionadoras decisiones que a veces tuvo que tomar contra sus intereses. Luego nunca era así porque Dios nos guía. Menos lo celebraba de joven, cuando me manifestaba por sistema en contra de cualquier tesis que él defendiera sobre política o literatura (insolente niñato), mientras mi madre y hermanas empezaban a comprobar que el aragonés del tópico crecía y crecía en mí. Me he esforzado mucho en limar la obstinación en debates no trucados, pero confieso que la insistencia general en seguir dejando sentada una conclusión sobre la moción de censura que considero errónea me está poniendo cachondo.