Pedro J. Ramírez-El Español

Ya vamos teniendo hemeroteca. Cuando en febrero de 2017, su hasta entonces lugarteniente plantó cara a Pablo Iglesias en la asamblea bautizada como «Vistalegre 2», yo publiqué en esta sección una carta titulada «Errejón o la flaqueza del menchevique».

Se apoyaba en la novela casi homónima de Lorenzo Silva La flaqueza del bolchevique, cuyo protagonista sentía lástima por el revolucionario que, tras enamorarse de una de las hijas del zar, la viola y participa en su ejecución. Pobre hombre: había tenido que sacrificar sus sentimientos al cumplimiento del deber.

Mi tesis era que «Iglesias reclamaría idéntica comprensión si, llegado el caso, se viera obligado a liquidar políticamente a Errejón». En ese momento eran tan amigos que se daban pellizcos en los mofletes.

Pero mi perspectiva no era la del «bolchevique» Iglesias, capaz -como Lenin- de imponer su mayoría con métodos de macho alfa, recurriendo al látigo hasta que sus antagonistas sangraran.

Lo que me intrigaba era la actitud del «menchevique» Errejón que, frente a la línea dura de Podemos postulaba «una organización más amable, capaz de integrar a todos y a todas en una cultura política diferente», pero sin embargo renunciaba a cuestionar el liderazgo de Iglesias.

Cual trasunto del íntimo amigo de Lenin, Julius Martov, que atacaba frontalmente sus ideas, pero nunca se atrevió a discutirle el mando, Errejón decía asumir la jefatura de Iglesias incluso en el caso de que sus tesis se impusieran en la asamblea en ciernes.

«Esa es la flaqueza del menchevique, el complejo de dependencia, la disposición a comportarse ontológicamente como minoría, incluso si consigue el respaldo de la mayoría», escribí entonces. El «aura hamletiana» del joven Errejón desembocaba «en un flagrante ejemplo de servidumbre voluntaria digna del mejor Losey».

Pero había algo que no encajaba. Faltaba una pieza en el puzle de su personalidad. La descubrimos todos a la vez cuando, menos de dos años después, Errejón traicionó a Iglesias con nocturnidad y alevosía, uniéndose a Carmena en la ‘operación Más Madrid’, que serviría de embrión primero de Más País y luego de Sumar con Yolanda Díaz al frente.

Iglesias sería lo que fuera, pero siempre iba de frente. Errejón apuñalaba por la espalda a aquel con quien no se había atrevido a competir.

Es inevitable relacionar aquellos hechos con la frase clave del texto, con reminiscencias de las confesiones de los procesos de Moscú, que ha servido esta semana a Errejón para dejar la política por la puerta trasera de la infamia: «He llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona».

Por muchas exégesis que se hagan y vueltas que se le dé, esto sólo tiene una traducción: «Mi vida política ha sido una farsa».

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El problema para la amalgama de partidos de la que era portavoz, para el Gobierno con el que estaba coaligado y para la izquierda en general es que la válvula de escape a través de la que, a lo largo de casi una década, ha ido filtrándose esa farsa afecta al núcleo duro, casi diría que a una de las pocas razones de ser de su proyecto político: la igualdad entre hombres y mujeres y la erradicación de toda forma de violencia en las relaciones sexuales.

Si hubiera que medirle con el baremo del ‘beso de Rubiales’, Errejón ingresaría hoy en prisión preventiva sin fianza. Pero un desbordamiento emocional nunca justifica otro. No es esa la cultura cívica que debemos forjar.

Ahora bien, una cosa es que la hipocresía no sea un agravante penal y otra que no tenga consecuencias políticas. En los tribunales será el ‘caso Errejón’, pero en la arena pública estamos ya ante el ‘caso Sumar/Más Madrid’.

Hacía tiempo que no se veía una comparecencia tan inconsecuente como la que ayer protagonizó Urtasun, el ‘sucesor designado’ por Sánchez ante el patente colapso de Yolanda Díaz. Dice que las revelaciones sobre Errejón son «devastadoras», que «los mecanismos han fallado» y que están «dispuestos a asumir sus responsabilidades políticas». Pero ni él ni nadie dimite. Sólo asistirán a un cursillo de cristiandad sobre masculinidad tóxica.

Si hubiera que medirle con el baremo del «beso de Rubiales», Errejón ingresaría hoy en prisión preventiva sin fianza

A medida que proliferan los testimonios de que la conducta de Errejón era conocida por la dirección, parece más obvio que Sumar no ha luchado nunca por valores e ideales. Ha sido más bien el fruto de una operación oportunista para sacar del tablero a Podemos y sustituirlo por un satélite de Sánchez.

Por eso se está desmoronando como un castillo de naipes, en el que Errejón ha resultado ser el caballo de espadas, rodeado de sotas de bastos. No olvidemos que Mónica Oltra vuelve a estar imputada por haber protegido desde la Generalitat valenciana a su marido acusado de abusos sexuales. Y que la propia Yolanda Díaz encubrió hace década y media en Galicia a un asesor acusado de pedofilia.

La coincidencia del terremoto en torno a Errejón con el desabrido portazo de despedida de Ada Colau, dándoselas de víctima -¡cómo no!- de las «élites mediocres y avariciosas» de la ciudad que la hizo alcaldesa, corrobora que a la izquierda del PSOE ya no quedan sino los rescoldos de las artífices del «sí es sí» y la «ley trans».

En realidad, Iglesias sigue siendo la única personalidad potente de ese espacio. El único «bolchevique» con capacidad de luchar por la hegemonía de la izquierda. Pero sobre su tentación de retorno a la política pesa también la sombra de la hipocresía, aunque sea distinta a la de Errejón. La ministra Isabel Rodríguez lo enfatizó en el debate sobre la vivienda al recordar que los siete inmuebles que posee «no valen ni la mitad del chalé de Galapagar».

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Pero el PSOE tampoco está para muchos trotes porque Ione Belarra pudo haber contestado a la ministra que, puestos a hablar de chalés, bien podía haber usado como referencia el que la trama de las mascarillas y los hidrocarburos trató de regalarle a Ábalos.

De hecho, hay un gran parecido entre las responsabilidades eligiendo y vigilando contraídas por Sánchez sobre Ábalos con las que cabe achacar a Yolanda Díaz respecto a Errejón. Y no me refiero a la cortina de humo de la «vida disoluta» trazada ahora para justificar el cese del ministro en 2021.

En realidad, Iglesias sigue siendo la única personalidad potente de ese espacio. El único «bolchevique» con capacidad de luchar por la hegemonía de la izquierda

En ambos casos se trata de figuras de tanta confianza para el jefe o la jefa como la que en su día pudieran otorgar Adolfo Suárez a Fernando Abril, Felipe González a Guerra, Aznar a Cascos, Zapatero a Rubalcaba o Rajoy a Soraya. Nadie hubiera aceptado el cortafuegos de que quienes habían delegado en ellos tanto poder no sabían cómo lo usaban. Y menos si después de los primeros avisos los hubieran promocionado en el Congreso de los Diputados.

El «controla tu vida privada» que le dijeron a Errejón al nombrarle portavoz es el equivalente al «Koldo no te ha hecho ningún favor» que le espetó Sánchez a Ábalos tras volver a incluirle en las listas.

El PSOE pareció entender que un dirigente es responsable de los actos de sus más próximos al abrir expediente de expulsión a Ábalos, cuando la imputación sólo pesaba sobre Koldo. Eso le deja ahora doblemente en evidencia al alegar que las acusaciones contra el factótum del sanchismo no afectan a Sánchez.

Pero la estolidez de sus fanatizados colaboradores en Moncloa y Ferraz no va a bastar al presidente para afrontar las consecuencias de lo que Fernando Garea ha bautizado como su «octubre negro».

Octubre tenía que ser. Un mes en el que se han archivado las tres querellas contra el juez Peinado, dando así nuevo impulso a la primera investigación penal de la Historia sobre la esposa de un jefe de Gobierno.

Un mes en el que, también por primera vez en la Historia, un fiscal general del Estado ha adquirido la condición de investigado ante el Tribunal Supremo y el Ejecutivo le ha animado a seguir en el cargo como si tal cosa.

Un mes en el que, también por primera vez en la Historia, un presidente se ha negado a responder al jefe de la oposición en el Congreso y a la portavoz de «toda la prensa española» en una cumbre en el extranjero a la elemental pregunta de si conocía al comisionista encarcelado Víctor de Aldama, y ya han empezado a aparecer las imágenes que explican su elocuente silencio.

La única respuesta que Sánchez ha sido capaz de orquestar frente a tal alud de acontecimientos altamente embarazosos es empezar a dotar de contenido esa «política mediática» que, según el propio Urtasun, también por primera vez en la Historia, forma parte de las prioridades de un Gobierno.

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Eso se ha traducido en el decreto por el que se apropia de la televisión pública para transformarla en un coto privado a repartir por parcelas entre sus aliados. El nivel de arbitrariedad al pasar de diez a quince consejeros, al atribuir once al Congreso y cuatro al Senado y al extender su mandato a seis años es tal que cualquier otra tropelía tendrá ya precedente.

Por eso dije en La Mirada Crítica que este Gobierno es «muy peligroso», empieza a «dar miedo» y «cada día somos más los que nos sentimos amenazados por expresar serenamente nuestra opinión crítica». Si todo un fiscal general del Estado puede filtrar datos personales de un contribuyente, qué no terminará haciendo el personal subalterno, al servicio de un insaciable presidente potómano. Los dioses tienen sed, mucha sed.

A saber si el próximo ‘decreto’ no castiga a ‘cualquier medio de comunicación’ cuya cabecera coincida con el nombre del idioma común de todos los españoles. Y considere, además, un agravante que su elevado número de lectores le haya llevado a liderar durante catorce meses consecutivos el ranking de audiencia.

Para favorecer, claro, a quienes en los días de máximo oprobio abran sus portadas o sus servicios informativos denunciando la desfachatez del novio de Ayuso al intentar desgravarse un saxofón. O el intolerable abuso de la propia presidenta de la Comunidad de Madrid al pagar con fondos públicos 290,40 euros por usar la sala VIP del aeropuerto de Barajas en un viaje privado.

La seguridad de Sánchez bien vale muchas horas de Falcon -y me parece bien- pero la de Ayuso ni siquiera unos minutos en una sala de autoridades.

A saber si el próximo ‘decreto’ no castiga a ‘cualquier medio de comunicación’ cuya cabecera coincida con el nombre del idioma común de todos los españoles

Cloroformo y barro, premios y castigos a la carta. Así es la «política mediática» de la Moncloa. Pero eso no es gobernar sino utilizar el erario para aferrarse al poder, aunque sea con creciente desprestigio.

Gobernar es legislar en algo más que la convalidación del reparto de vocales en RTVE. Y eso no parece hoy al alcance de Sánchez ni con el presupuesto, ni con la reducción de jornada, ni con la vivienda, ni con la conversión sádica del impuestazo extraordinario a energéticas y bancos en ordinario.

Que en relación a este último asunto Puigdemont se haya convertido en el garante de la seguridad jurídica y el estímulo inversor lo dice todo de la surrealista situación en que vivimos. De ahí la expectación que ha despertado lo que pueda decir este domingo en la clausura del congreso de Junts.

Una cosa es que Sánchez le mantenga maniatado en la antesala interminable de una amnistía deliberadamente mal diseñada y otra que pueda incluirlo en su imaginaria «mayoría progresista». A menos, claro, que esté dispuesto a pasar por el aro del desguace del Estado, empezando con la inmigración y terminando con la autodeterminación.

Es innegable que la coyuntura se presenta espesa y confusa como nunca. Pero a efectos de comprensión, y siguiendo con la referencia soviética, bien puede resumirse en que a Sánchez se le ven cada día más el alma de bolchevique -no por ideología sino por talante- y la posición de menchevique. Presume de mayoría, pero se ha quedado en flagrante minoría.

Por eso se ha vuelto tan peligroso. Cuidado con la flaqueza del menchevique. A fin de cuentas lo ocurrido con Íñigo Errejón no es sino una variante del síndrome de Dunning-Kruger, ese gozne entre los complejos de superioridad e inferioridad que nos advierte de lo conveniente que es cruzarse de acera cuando se aproxima alguien que cree merecer mucho más de lo que tiene.