Los españoles no lo recordarán porque ocurrió hace más de una semana, pero hubo un momento en España en el que al dúo formado por Pedro Sánchez e Iván Redondo se le creía tan omnipotente como el PSOE de los años 80. «Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia» dijo el escritor Arthur C. Clarke, y los periodistas creíamos ver en el dúo Sánchez-Redondo el advenimiento de un nuevo paradigma político con reglas de nuevo cuño, arcanas para el común de los mortales, pero que ellos manejaban con la pericia de un nigromante de la política.
«¿Cómo es posible que no le pase factura a Sánchez aquello que habría convertido en sémola de hueso a González, Aznar, Zapatero o Rajoy?», nos preguntábamos por aquel entonces. Parecíamos nuevos y lo éramos, porque luego veíamos los mismos trucos de magia negra en Donald Trump y pocos atábamos cabos. Sánchez nunca ha sido Trump, pero su inmunidad a los escándalos era idéntica.
Los lectores no lo recordarán tampoco, pero España fue la nación desarrollada con los peores datos sanitarios durante la primera fase de la pandemia de Covid. En ningún otro país occidental se murió con el rigor estajanovista con el que se murió durante los primeros meses del virus en España. Durante esos tiempos, España fue una tumba, en el doble sentido de la metáfora. Tan tumba fue que en un país en el que insultar a la madre de otro equivale a una sentencia de muerte callaron hasta aquellos a los que el Gobierno prohibió velar a sus muertos.
Luego se delegó el mando en las comunidades, con la evidente intención de que los muertos se repartieran a escote, y algo milagroso ocurrió: la Comunidad de Madrid, la que más riesgo corría dada su alta densidad poblacional, decidió aplicar el sentido común, abrir las ventanas y liberar a los madrileños de las cadenas (por cierto, detalle no menor: cadenas inconstitucionales) impuestas por un comité científico que sólo existía en la cabeza del presidente. El resultado fue una radical mejora de los datos sanitarios. También, por decantación, de los económicos.
Tan radical fue esa mejora que el Gobierno intentó volver a encerrar a los madrileños, y sólo a ellos, aunque sin éxito. «Vivan las caenas» gritaban los acólitos sanchistas madrileños fantaseando con un Covid persistente por los siglos de los siglos. El virus se había convertido ya por aquel entonces en una herramienta política más del Gobierno, como el BOE.
A todo eso sobrevivieron Sánchez y Redondo, como sobrevivieron luego a la alianza con un partido catalán que acababa de alzarse contra la democracia y con otro vasco cuyos vínculos como mínimo emocionales con los terroristas de ETA están ahí, a la vista de todos. Algo hay que admirarle a este Gobierno, y es haber conseguido que el sintagma «alianza con un partido que se ha alzado contra la democracia» haya acabado convertido en parte del paisaje. Como el de «asalto a las instituciones», otro sintagma que habría triturado a González, Aznar, Zapatero o Rajoy, pero que ya ni siquiera suena turbador a los oídos de muchos españoles. «Que todo sea eso», dicen muchos, como si la democracia fuera algo más que instituciones y rituales.
Pero ese salvoconducto que le permitía al Gobierno hacer lo que se le antojaba sin temor a las consecuencias caducó hace tiempo, como se demostró una vez más este martes en Madrid. Quizá caducó cuando Iván Redondo fue descabalgado del Gobierno. Quizá cuando Isabel Díaz Ayuso echó a Pablo Iglesias de la política. Quizá cuando Alberto Núñez Feijóo sustituyó a Pablo Casado al frente del PP. Quizá el truco de magia se ha agotado de tanto usarlo, como ocurre con el amor.
Pero la consecuencia está a la vista: al Gobierno le sale ahora siempre mal todo lo que antes le salía siempre bien, como un Cristiano Ronaldo que ha perdido el mojo de los regates y se tropieza con el balón y hasta con los palos de los córner.
Aunque quizá lo que ha ocurrido sea mucho más sencillo de explicar. Los griegos introdujeron en el núcleo de la democracia su propio virus autodestructivo, el populismo, y a España, como al resto de Occidente, le llegó hace tiempo su hora. Otra cosa es que esa hora se alargue una, dos o diez décadas, en función de la impaciencia de los chinos. Pero, desde luego, hace tiempo que llegamos al nivel máximo de bienestar que una sociedad puede tolerar sin rebelarse y pedir a gritos un Atila que la devuelva a la cueva.
Vivimos tiempo de descuento y Sánchez no es el culpable de nada, sino sólo un producto más del momentum. No origen, sino consecuencia. Si no hubiera sido él, habría sido otro. Quizá el propio Iglesias. O Abascal. O Yolanda. El aburrimiento de un dios es un buen motivo para inventar el libre albedrío, como escribió Frank Herbert, y los españoles nos hemos aburrido de la dulce calma chicha de la democracia liberal. Queríamos emociones fuertes y de 2017 a esta parte hemos hecho todo lo posible para tenerlas. Pero hasta de eso nos hemos aburrido. Quizá porque ya nos queda poco por romper.