Miquel Escudero-El Correo
- A los profesores nos corresponde una responsabilidad grande y liberadora: fomentar el despliegue de lo mejor de cada alumno
Me preguntan si he llegado a ver entre mis alumnos alguna alegría colectiva en clase. Sin darme tiempo a responder, la sonrisa abierta de una amiga me suelta: «¡Cuando acabas la clase! ¡A que sí, no falla!». Por un momento, me quedo sin palabras y devuelvo el comentario provocador con una ligera risa.
Es cierto, tiene razón. ¿Por qué negarlo? (También he visto otras alegrías compartidas que la de salir de clase: hace unos meses comprobé cómo corría en clase como la pólvora la noticia de que España había marcado un gol en un campeonato de fútbol, lo que fue celebrado con indudable satisfacción. Por supuesto, yo continué explicando como si tal cosa, si bien contento, más por aquella reacción que por la noticia.)
Acabar una clase da gusto, especialmente cuando se cierra la jornada. Pero creo que si a los alumnos (por lo general, muy diferentes entre sí) les aburriera solemnemente y les resultase tediosa e insoportable, ya no vendrían. La entrada es libre, la salida también. Por mi parte, diré que al acabar la función me siento liberado de una intensa sesión y me voy a tomar un café con un par de compañeros amigos y hablamos de otros asuntos.
La verdad es que disfruto enormemente dando clase (y espero ser útil al respetable público que tengo), pero es fundamental hacer pausas y dar tiempo a que los conceptos y métodos se vayan instalando bien en los estudiantes. Hay que notar que tener asegurado el descanso facilita al profesor no ceder en su afán mientras explica, te permite tener una medida del tiempo adecuado.
Se quiera o no, en clase se produce un cierto contagio emocional. Nadie es insensible al grado de interés que tenga cada uno de los asistentes al acto. Estoy de acuerdo en que «el mayor regalo que podemos ofrecer a otra persona es nuestra presencia atenta». Lo leo en ‘La quintaesencia de la meditación’, libro de Javier García Campayo, catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Zaragoza.
Encuentro ahí reflexiones que me permiten interpretar mejor mis actuaciones en un aula. Desde una óptica budista, se habla de ver a los demás como seres que merecen ser amados. Esto nos lleva no ya a evitar la desesperanza y la indiferencia, sino a procurar lo mejor para quienes nos rodean comenzando por darles una atención personalizada y sin discriminación. A decir verdad, podemos hacer mucho menos de lo deseable, pero la palabra y el gesto ahí quedan, de forma misteriosa y acumulada. Es indudable que importa incrementar nuestra habilidad en tomar conciencia del sufrimiento (a menudo, sordo y mudo) que nos rodea y echar todos los capotes posibles.
García Campayo aborda los Brahmaviharas, las cuatro moradas divinas que nos permiten abarcar, con paz y amistad, el mundo desde cualquier ángulo y con una mente benevolente. Se trata de la bondad amorosa, la compasión, la alegría empática y la ecuanimidad.
Su cultivo nos permite disolver la ira y el odio, el apego y el deseo desmedidos, los celos y la envidia, el orgullo y la arrogancia, así como hacernos conscientes también del daño que alguna vez hayamos hecho a alguien, asunto que se tiende a ocultar y pasar por alto.
El autor de esta guía, un psiquiatra aragonés que presidió la Sociedad Española de Medicina Psicosomática, sentencia: «El grado en que conseguimos cultivar la bondad amorosa en nuestra mente y nuestro corazón influye de manera significativa en la forma en que pensamos, sentimos y actuamos». Seamos conscientes o no, esto subyace en las actuaciones diarias en clase. Entretanto, el curso de la vida avanza y a nosotros los profesores nos corresponde asumir una responsabilidad grande y liberadora: fomentar el despliegue de lo mejor de cada estudiante nuestro y paliar sus deficiencias. Transmitir conocimiento útil, método, paciencia, respeto, confianza, ganas de aprender y de compartir y también una voluntad de alegría que nos aleje de la pesadumbre que acecha nuestras vidas.
El ‘Tao Te Ching’ es uno de mis libros de cabecera. Entre sus recomendaciones está la de que debes ser humilde si quieres gobernar a la gente (para que cada uno encuentre su propio camino, partiendo de saber que no se sabe y siguiendo el método del rigor). Con el modo de estar y hacer, mostrar que no hay que compararse ni competir con los demás, sino contentarse con ser uno mismo; así se gana el respeto. No sobrestimar a los grandes personajes, porque si no te tornas incapaz. Lao Tsé dice que «el Maestro nunca aspira a lo grande, de este modo alcanza la grandeza» y también que «tiene éxito sin atribuirse el mérito y no piensa que es mejor que nadie». Así, la marca de un hombre moderado es que no se aferra a sus ideas; es recto, pero flexible. Por esto, lo blando y adaptable como el agua puede a lo duro y rígido.