Santos Juliá–El País
No ha sido La Moncloa la que ha triunfado frente al separatismo catalán, como gime el ‘expresident’ Carles Puigdemont. Ha sido el Estado el que ha logrado encauzar la situación sin necesidad de recurrir a la violencia
Desde que irrumpió en escena, allá por la última década del siglo XIX, una constante del catalanismo político ha sido su propensión a dar un paso adelante cada vez que percibía una debilidad, una crisis, en el Estado español. Ocasiones no han faltando, tratándose de un Estado más o menos liberal, caracterizado por sus imprevisiones, lentitud, pobreza y timidez, como lo definió Manuel Azaña en su primer texto sobre “la cuestión catalana”, publicado en 1918. Ha transcurrido un siglo desde entonces, pero el catalanismo nunca ha renunciado a su idea de que cualquier avance en la autonomía de Cataluña era una concesión arrancada a un Estado débil.
Fue lo que ocurrió cuando más que a una pasajera debilidad del Estado, los nacionalistas catalanes asistieron al derrumbe de un régimen, la Monarquía de la Restauración, en abril de 1931. A pesar de lo pactado meses antes con el conjunto del republicanismo español, el máximo dirigente del recién creado partido de Esquerra Republicana proclamó hacia las dos de la tarde del 14 de abril la República catalana, trasmutada unas horas después en el Estat Català, sota el regim republicà. Fue necesario que el recién instaurado Gobierno provisional de la República española enviara a toda prisa a tres ministros para convencer a los nacionalistas catalanes que aceptaran la reinstauración de la Generalitat y presentaran un estatuto de autonomía a las futuras Cortes constituyentes.
Tres días duró el experimento, pero en otro momento de crisis, esta vez en la República, y mientras los socialistas declaraban la revolución en los primeros días de octubre de 1934, aparecía en el balcón de la Generalitat su presidente Lluís Companys para proclamar un Estat català dins la República federal espanyola. Rápidamente liquidado por el general Batet i Mestres, esa experiencia no fue óbice para que desde los primeros meses de la Guerra Civil menudearan los memorandos dirigidos en nombre del presidente de Cataluña y del presidente de Euzkadi a Reino Unido y Francia para alcanzar una paz separada, presentándose en octubre de 1938, como una tercera fuerza en la Peninsular War. Pensaban que con el apoyo de las dos potencias democráticas podrían establecer una zona francófila al sur de los Pirineos y poner a disposición de los británicos las bases navales necesarias —en Barcelona, Valencia o Cartagena— para equilibrar el creciente poderío naval de la Italia fascista en el Mediterráneo. Era el eje Bilbao-Barcelona al que Manuel Azaña dedicará uno de sus últimos escritos.
Ahora o nunca, se dijeron los independentistas. Esa fue toda la estrategia
Batallas de otros tiempos, se dirá. Y, desde luego, lo fueron, pero no es puro azar que cuando todo el exilio vivía en 1944 y 1945 la expectativa del fin de la dictadura y la restauración de la República como resultado poco menos que ineluctable del triunfo aliado contra nazis y fascistas, una delegación en Estados Unidos del Consell Nacional Català presentara ante las Naciones Unidas El cas de Catalunya ilustrado con un mapa de cinco Peninsular nationalities: Galicia en su rincón, Cataluña extendida por tierras de Valencia, Baleares y franja de Aragón, Euskadi ampliada con la anexión de Navarra, equilibrando así entre las tres el peso de la nación más extensa, Spain, para que Portugal se sintiera cómodo ante el proyecto de Confederación de Naciones Ibéricas.
Esta historia pareció entrar en una nueva era cuando, en medio de la crisis final de la dictadura franquista, un renacido catalanismo político reivindicó el derecho a la autonomía para todas las nacionalidades y regiones de España como condición inexcusable de su participación en el pacto constitucional. Nacionalidad, por cierto, que era ya, a la altura de 1978, un concepto de tradición más que centenaria en el léxico político catalán, como Josep Benet se encargó de informar a Julián Marías, que lo consideraba un anglicismo de recentísima moda. No lo era, en absoluto, sino, junto a regiones, la fórmula debatida y finalmente pactada por toda la oposición democrática como expresión de la identificación, tan catalana y española en los años setenta, de la democracia con la libertad, la amnistía y los estatutos de autonomía
El paso adelante del catalanismo político se ha convertido en un salto al vacío
Y así fue hasta ayer mismo, cuando ante una nueva y profunda crisis de Estado, el paso adelante del catalanismo político se convirtió en un salto al vacío. Desde que Artur Mas anunciara, con toda la solemnidad que el asunto requería, la refundación del catalanismo muy poco antes de que la Gran Depresión abriera sus fauces, se extendió entre los nacionalistas catalanes la convicción de que el Estado español construido sobre la Constitución de 1978 había entrado en barrena. Más aún, que no había Estado en España, sino, por un lado, una asociación de políticos corruptos bien afincados desde 2011 en el Gobierno y, por otro, una multitud indignada, dispuesta a dar en la calle la batalla contra el muy pronto denostado régimen del 78.
Ahora o nunca, se dijeron. Esa fue toda la estrategia. Basados en un inamovible 47,7% de electores, pero sostenidos en un amplio entramado de asociaciones, institutos, ateneos, academias, ONG, intelectuales, docentes, emisoras de radio y televisión, con un poder de convocatoria excepcional y bien engrasado con dinero público, el Gobierno de Cataluña y los diputados que formaban con una minoría de votos la mayoría parlamentaria dieron por hecho que un referéndum ilegalmente convocado sería suficiente para declarar un nuevo Estado. Lo mismo que Macià en 1931 cuando se hundía la Monarquía, lo mismo que Companys en 1934 cuando el Gobierno de la República hacía frente a la revolución socialista, ahora, en 2017, sería Puigdemont quien, ante la crisis de régimen, asumiría para la coalición secesionista todo el poder en Cataluña. Una gesta o, como esperaba la CUP, comienzo de una revolución que abriría el camino de la liberación al resto de nacionalidades y pueblos de España.
Las expectativas se dispararon cuando el Gobierno del Estado decidió, en un día aciago, ocultar su debilidad tras una mostrenca exhibición de fuerza. No el Gobierno, que con su pasividad, primero, y su desventurada actuación, después, solo remediada a última hora con la aplicación pacífica del ya famoso 155 y la convocatoria de elecciones, ha dado alas al movimiento por la independencia, pero sí el Tribunal Supremo, el Consejo de Estado y el Tribunal Constitucional, que con sus autos, informes y providencias han mostrado que el Estado conservaba la fortaleza necesaria para contener el asalto perpetrado desde instituciones del mismo Estado. No ha sido La Moncloa, que ya ha comenzado a pagar su cúmulo de errores y corrupciones, la que ha triunfado en esta desgraciada confrontación, como gime Puigdemont; ha sido el Estado, ese dinosaurio que seguía allí, quien, por el momento, ha logrado encauzarla sin necesidad de recurrir a la violencia.
Santos Juliá es historiador.