FRANCISCO ROSELL-El Mundo

Juan José Linz, sin duda el sociólogo español más universal, definía como «problema insoluble» aquel que agota a los interlocutores, pero no la cuestión. Dábale la vuelta a lo dicho por Churchill de que una buena conversación debe hacerlo con el tema, no con los escuchas. Entre esas cuestiones irresolubles, por el gran componente sentimental e irracional que encierran, figura por derecho propio el nacionalismo al cansar al más pintado. Esa hartura llevó al escritor James Joyce a implorarles a sus compatriotas irlandeses que, ya que no podía cambiarse de país, que cambiaran, por los clavos de Cristo, de conversación.

Lejos de ser un mal de época, el nacionalismo sobrevive. Todo ello pese a la falsa creencia que hizo pensar que fenecería con la Primera Guerra Mundial y que actuaría de antídoto. El presidente norteamericano Woodrow Wilson, en su optimismo ciego, pronosticaría que sería la última conflagración mundial. No en vano, como explicó Linz, la fuente básica de esos problemas insolubles radica en que los líderes políticos fijan objetivos para los cuales no pueden procurar los medios necesarios y, no obstante lo cual, se niegan a renunciar a ellos.

Lo curioso es que España, en la hora presente, por medio de la confluencia de los nacionalismos catalán y vasco, asiste al resurgir del neocarlismo, como si quisieran emprender la cuarta guerra carlista. Esta vez, afortunadamente, por medio de la política, poniendo del revés el viejo adagio de Von Clausewitz de que «la guerra es la continuación de la política por otros medios». Todos los tiempos parecen uno, aunque al pretérito legitimismo dinástico reemplace hoy el legitimismo neoforal.

En medio de la liza catalana, a nadie debiera sorprender que los herederos directos de aquellos que, según Indalecio Prieto, querían convertir el País Vasco en «un Gibraltar reaccionario y un reducto clerical», se hayan sumado esta semana a la procesión independentista. Contrariamente a lo que decía Prieto, que se las tuvo igualmente tiesas con ERC por su deslealtad, de que el separatismo supone el suicidio por asfixia «y los pueblos no se suicidan», éstos suelen sentir una irrefrenable atracción fatal por el abismo, arrastrando a los que acompañan a estos flautistas de Hamelín.

Visto lo visto, el presidente Rajoy debió pensar el miércoles que «éramos pocos y parió la abuela» cuando apareció en escena el portavoz del PNV, Joseba Egibar, con un lazo amarillo en la solapa y una carpeta con 17 folios que artillaban una propuesta de reforma del Estatuto del País Vasco que entrañaría, de facto, su independencia cuando lo disponga. Con la estética del independentismo catalán –sólo le faltó vestir camisa negra, junto al lazo– e iguales propósitos, el PNV se echaba de nuevo al monte. Como tres lustros atrás (octubre de 2003) por medio del denominado plan Ibarretxe, cuyo fiasco se saldó con el cadáver político de su promotor y la pérdida del Gobierno vasco por primera vez desde la restauración de la democracia. Si el lehendakari Ibarretxe formulaba una especie de Estado libre asociado, al modo del establecido en Puerto Rico en 1952, el nuevo artefacto nacionalista proclama que el País Vasco goza de un derecho a la autodeterminación prevalente sobre la Constitución.

Paradójicamente, el pendulazo del PNV se registra cuando atesora las mayores cotas de poder de toda su historia, pues manda en el Gobierno, las diputaciones, las grandes alcaldías, al tiempo que es cortejado hasta el arrobo por La Moncloa, lo que hace aparentemente inexplicable que trate de ajustar su hora al reloj averiado al secesionismo catalán. Este concierto político se promueve, además, cuando el Gobierno acaba de dispensarle un fructífero cuponazo.

En Grandeza y decadencia de los romanos, Montesquieu ya refiere que la paz no se puede comprar porque quien te la ha vendido se encuentra después en mejores condiciones para hacerlo las veces que estime oportuno. Sentada esta premisa, resulta absurdo reprochar a los nacionalistas una conducta oportunista y desleal (por definición, lo son), cuando se limitan a aprovecharse de lo que otros le sirven en bandeja.

Lo cierto es que Rajoy tiene la legislatura en el aire cuando ya parecía tener los Presupuestos rumbo al BOE con el apoyo de PNV y Ciudadanos. Pero ambos avales se han devaluado por mor de la crisis catalana: los primeros se reservan su voto –eso arguyen– hasta que se levante el artículo 155, y los segundos, impulsados por su éxito en los comicios catalanes, afrontan una guerra sin cuartel con el PP que puede que no ceje hasta la múltiple cita del 2019.

En esas vicisitudes, un presidente que vive al día, lo que le ha hecho el gobernante más perdurable desde el restablecimiento de la democracia, siente el desasosiego del ganado atosigado por los tábanos. Diríase que Rajoy ve cómo sus adversarios le achican los espacios y reducen su maniobrabilidad, atendiendo al sistema que popularizó Menotti cuando llegó a entrenar al Barcelona de Maradona y Schuster, a base de presionar al rival adelantando la defensa. Ante ello, Rajoy busca no achicarse con la ofensiva lanzada hace semanas con una batería de leyes para cuya aprobación no cuenta con los votos imprescindibles.

Junto a ello, busca consuelo cavilando –de ahí que no diga esta boca mía cuando se le inquiere sobre el destape peneuvista– que, en el conflicto entre las dos almas del PNV, se impondrá el pragmatismo para no correr la suerte de la extinta Convergencia, si bien entiende que haga alardes para no dejarse desbordar por el separatismo abertzale. Pero la contienda catalana lo que columbra es que, cuando se pone en marcha un proceso de esa guisa, su control escapa a sus promotores y termina arrollándolos. Incluso, aunque parezca una piedra cuadrada, termina rodando.

Al maldito damero catalán y esta complicación añadida en el País Vasco, se suman las divergencias, camino de lo irreconciliable, con Cs. Aun sabiendo lo volubles y tornadizas que son las relaciones entre políticos, donde lo que hoy es no, mañana es sí, y viceversa. No parecen, desde luego, de cura pronta sus encontronazos con Cs. Más que marcar diferencias por adueñarse de un espacio electoral común, cavan trincheras entre sí.

Esto hace imposible que PP y Cs se pongan de acuerdo ni en la hora. En el PP, dicen estar hartos de poner la mejilla, y se han embarcado en una guerra de mandobles en constante escalada. No entienden cómo a Cs, para aprobar los Presupuestos en Andalucía, no le supone inconveniente que esté imputado un diputado socialista en Cortes, el sevillano Antonio Gutiérrez Limones, mientras hace casus belli con la senadora del PP, Pilar Barreiro, diez años alcaldesa de Cartagena.

Pero, como bien sabe el PP, pero también Pedro Sánchez, la relación de Susana Díaz con Cs va más allá de la lógica partidista y lleva al punto estrambótico de que su opinión valga más para decidir quién será el candidato de Cs a las próximas elecciones autonómicas que la de conspicuos dirigentes de esta agrupación. A ello contribuye que Díaz amigue más con Albert Rivera que con su secretario general, al reinar entre ellos una frialdad rayana a de la época de la Guerra Fría.

En el PP confían en que los raptos de ansiedad que suelen jugarle malas pasadas a Rivera, junto a los fracasos que acumula en el terreno de los padrinazgos algún facedor de entuertos que presume de ser su Pigmalión, devolverán a Cs a la casilla que ocupaba en el parchís antes de que, en el tablero catalán, Inés Arrimadas saltara de oca en oca y tiro porque me toca.

De momento, Rivera contiene el aliento y la euforia etílica de las encuestas en alza mayúscula, al tiempo que evita ser recogedor de cargos del PP que llaman a su puerta para acceder por la entrada vip. Éstos chocan, por lo demás, con los derechos de primogenitura que esgrimen sus militantes de primera hora. Súmese a ello los recelos lógicos derivados de no aparecer como un grupo de mercenarios. Ello envejecería prematuramente a una formación que pretende preservar su virginidad y arribar inmaculada a las elecciones del año venidero.

En esas circunstancias tan adversas, Rajoy puede caer en esa honda enfermedad que nuestros mayores llamaban pasión de ánimo. Acaecerá si no reacciona y no conduce a su Gobierno y a su partido por derroteros más ciertos de los que los hunden en los sondeos. Por eso, en vez de cruzarse de brazos, consumiéndose en la impotencia, debe tomar la iniciativa y dotarse de un plan que le permita cambiar las tornas, si no quiere quedar encajonado en el callejón sin salida donde ahora se encuentra.

Le urge despabilar cavando con pico y pala en la dirección adecuada, en vez de hundirse retirando tierra bajo sus pies. Además de responder a los principios a los que un partido se debe, el PP tiene que desgastar suela del zapato y sacudir moqueta, en lugar de deslizarse por ella para bailar valses a deshora, si es que los problemas del PP no se han hecho insolubles, en la línea de lo conceptuado por el maestro Linz.