La narratología oficial ha fabricado un relato ex novo de buenos y malos, entendiendo que entre los primeros está el Constitucional y entre los segundos el Supremo
El mismo día que conocíamos la resolución en la que la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo resolvía que la malversación no tenía cabida en la Ley de Amnistía, José Antonio Martín Pallín, ex fiscal y ex magistrado de ese mismo tribunal, escribía un artículo que fue publicado al día siguiente en El País y en el que textualmente decía: “Podemos discutir la constitucionalidad de la Ley, o su adaptación al derecho comunitario, pero lo que no podemos los jueces es hacer interpretaciones que desconozcan la sumisión al imperio de la ley elaborada por el Poder legislativo sin insumisiones que pongan en peligro la división de poderes”. El párrafo era casi un calco del reproche que hacía a sus compañeros de Sala la magistrada Ana Ferrer en su voto particular: “Podemos discutir la constitucionalidad de la Ley, o su adaptación al derecho comunitario, pero lo que no podemos los jueces es hacer interpretaciones que impidan la vigencia de la norma”.
La corriente ‘Magistratura Democrática’ nació en Italia en la década de 1970. Estaba formada por abogados, profesores y magistrados, muchos de ellos vinculados al Partido Comunista Italiano, y defendía un uso “diferente” del Derecho que condujera a una “protección efectiva de las clases oprimidas”. Es el origen de lo que luego se conoció como el “uso alternativo del Derecho”, una doctrina que proponía “maximizar la participación y el control democrático popular en la Administración de Justicia”. Se trataba, y se trata en el fondo, de subordinar el poder judicial al poder político como instrumento de reequilibrio social. El movimiento alternativista italiano siempre ha contado con ilustres defensores en España. Uno de sus más sobresalientes valedores es el magistrado emérito de la Sala Segunda del Supremo, Perfecto Andrés Ibáñez.
Se persigue desacreditar a los jueces, cuanto más mejor, para hacer digestible un nuevo modelo en el que el Constitucional deja de ser exclusivamente un tribunal de garantías para actuar como supervisor del Poder Judicial
En nuestro país, al debate abierto por ‘Magistratura Democrática’ le dio continuidad, a partir de mediados de los 80 del siglo pasado, la asociación progresista Jueces para la Democracia. A ella pertenecen, además de Perfecto Andrés Ibáñez (uno de sus principales ideólogos), Martín Pallín y la ya citada Ana Ferrer; y el presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido, que fue uno de sus fundadores.
No hace mucho, Perfecto Andrés escribía en la revista Teoría & Derecho un artículo en el que bajo el título “¿Qué juez?”, achacaba a los jueces “la falaz autoconvicción de ser titulares de una función exclusivamente técnica y avalorativa que, por eso, haría posible un ejercicio políticamente asexuado como efecto, también, de cierta carismática predisposición a la neutralidad de la que estarían investidos”.
Las fuentes primarias son de gran utilidad para aclarar posibles dudas: el afán de neutralidad, dice don Perfecto, es falaz. Ahora se entiende mucho mejor a Martín Pallín cuando acusa al Supremo de insumisión y de poner en peligro la separación de poderes. Se ve que la independencia de criterio, también la que se aplica frente a las corrientes sociales mayoritarias, es inaceptable. Lo ha expresado con meridiana claridad Gerardo Pisarello, de Catalunya en Comú: “El tribunal [Supremo] no reconoce la soberanía popular”. Intolerable.
El TC, correa de transmisión del Ejecutivo
Para Pallín, confrontar con el legislador altera el principio de separación de poderes. Curiosa forma de negar el principio que se dice defender. Lo de Pisarello tiene más lógica. Él no está por la separación de poderes, sino por el asalto al Judicial por aquello de la protección efectiva de las clases oprimidas. En lo que ambos coinciden es en que el hecho de que seis de los magistrados de la Sala de lo Penal -y los cuatro fiscales del procés-, frente al criterio matizado de Ferrer (diez miembros de la élite judicial contra una), entiendan que la Ley de Amnistía no es aplicable al delito de malversación, sitúa al Supremo al borde de la insubordinación. Pero, ¿contra quién o quienes se insubordina el Supremo?
En realidad, lo que subyace es el viejo pulso entre dos concepciones de la Justicia: la que apuesta por blindar a jueces y magistrados de toda injerencia política (que no deja de ser una entelequia y que sin duda tiene sus riesgos) y la de los alternativistas, cuyo ideal pasa por un poder judicial subalterno del poder político (aún más peligrosa). Y a lo que estamos asistiendo en España, en especial desde que Cándido Conde-Pumpido fuera nombrado presidente del Constitucional, es a la agudización de la pugna entre estas dos doctrinas, favorecida por el vacío de poder efectivo y la ausencia de función moderadora en un Consejo del Poder Judicial caducado, inoperante y desacreditado.
El irrefrenable deseo, explicitado casi a diario por portavoces socialistas, de que el PP presente un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley de Amnistía, revela la fe ciega que el Gobierno ha depositado en Conde-Pumpido
Con los detritos de esa deplorable realidad, la narratología oficial ha fabricado un relato ex novo con el que, despreciando la historia y la jurisprudencia más reciente, alimenta la confrontación entre el Constitucional y el Supremo; entre Conde-Pumpido y Manuel Marchena; entre los valedores de la justicia popular y los que, según los guionistas, entienden la Administración de Justicia como un latifundio. En definitiva, entre buenos y malos. Se persigue desacreditar a los jueces, cuanto más mejor, para hacer digestible un nuevo modelo en el que el Constitucional deja de ser exclusivamente un tribunal de garantías para actuar también como contrapeso y supervisor del Poder Judicial. O directamente como correa de transmisión del Poder Ejecutivo.
El irrefrenable deseo, explicitado casi a diario por portavoces socialistas, de que el Partido Popular presente un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley de Amnistía, revela la fe ciega que el Gobierno ha depositado en el tribunal de garantías (7-4). Y es precisamente esa indecorosa conexión, esa pinza entre el Ejecutivo y el TC, la que, con permiso de Martín Pallín, quebranta el principio de separación de poderes, y no las interpretaciones que haga el Supremo de textos legales dictados (a lo que se ve mal dictados) por sus beneficiarios.
Los promotores de ‘Magistratura Democrática’ entendían que los tribunales debían abrir sus puertas a la democracia y los jueces no podían ser ajenos a las corrientes de opinión mayoritarias en la sociedad. Pues bien, si algún tribunal es en estos momentos sensible a esa doctrina, ese no es el Constitucional sino el Supremo. No hay nada que vaya más en contra de una justicia democrática e igualitaria que una norma hecha a medida de los condenados y en contra de sus víctimas. Y no existe relato ni ingeniería jurídica capaz de convencer a los españoles de que tenemos que pedir perdón a los que pusieron en muy serio peligro nuestra convivencia.