Y, encima, cobardes

ABC 08/02/17
JOSÉ MARÍA CARRASCAL

· Entre las muchas cosas malas que tiene el nacionalismo, está la infantilización de las masas

SI le dices a un niño que es el más guapo, el más inteligente, el más rico y exquisito de todos, el niño, naturalmente, se lo cree y actuará en consecuencia, convirtiéndose en un personajillo insoportable, egocéntrico y asocial, hasta que empiecen a lloverle bofetadas por todas partes. Si se dicen esas cosas a un adulto de capacidad normal, lo que pensará es qué esperas sacar de él, y se andará con mucho cuidado contigo. Pero entre las muchas cosas malas que tiene el nacionalismo, está la infantilización de las masas. Basta ver las grandes manifestaciones, las marchas y los desfiles que monta, en los que el individuo se disuelve en el «Volk», en el pueblo, tras perder su capacidad crítica en la borrachera multitudinaria.

Cataluña está atravesando uno de esos periodos y el juicio que tiene lugar ante su Tribunal Superior de tres de sus más altos dirigentes es la mejor prueba de ello. Si usted o yo, amable lector, nos hubiéramos presentado con media hora de retraso ante el juez que nos había citado, rodeado de una multitud intimidante, lo primero que habría hecho el juez era mandar detenernos y enviarnos una celda por desacato. Nada advierte mejor del vacío legal en que está cayendo Cataluña que su TS no hiciera nada de eso e incluso permitiera a los acusados argüir que, si bien habían convocado la consulta del 9-N prohibida por el Tribunal Constitucional, había sido este el culpable por no advertirles de las consecuencias de sus actos. Imagínense ustedes diciendo a un guardia civil que iba a 90 kilómetros por hora en un trayecto señalado a 50 «por no habérsele advertido de que iba a más velocidad de la permitida». Las sentencias del TC no necesitan confirmación una vez se comunican y publican en el Boletín Oficial del Estado. Aunque ese Estado se lo pasan por el arco del triunfo los nacionalistas catalanes, que incluso tienen la desfachatez de decir que «nuestro ánimo no era desobedecerle». Suena a cachondeo, ¿verdad? O a algo más indigno: a cobardía. Porque esos tres acusados, tras haber reconocido que diseñaron, planificaron, financiaron la «consulta» prohibida, se desentienden totalmente de ella y se esconden detrás de los 42.000 voluntarios que la llevaron a cabo. Como si las urnas, las papeletas, las aulas y toda la parafernalia hubiesen surgido por arte de magia. Pocas veces mentira y cobardía habrán ido tan de la mano.

Y con todo, eso no es lo peor. La grandeza y la servidumbre de la democracia –esa democracia que los nacionalistas catalanes prostituyen al invocarla para subvertirla– permite a un acusado mentir, tergiversar, incluso amenazar en su defensa. Lo que no permite es cambiar las reglas de juego, que son las marcadas por la ley. Y todo apunta a que lo que buscan ya no es un Estado catalán, sino una justicia propia que les permita escapar de ese robo, estafa, expolio o como quieran llamar al 3 por ciento que les señaló Pasqual Maragall antes de que la niebla ocluyera su mente.