La imagen de José Antonio Ortega Lara saliendo del zulo, el 1 de julio de 1997, sacudió las conciencias de toda España. Cierto, pero cierto también que azuzó los deseos de venganza de ETA. Tanto que Arizkuren Ruiz ‘Kantauri’ ordenó al sanguinario ‘Comando Donosti’ secuestrar a un político del PP y pedir de inmediato el acercamiento de sus presos. El 10 de julio el joven concejal de Ermua fue secuestrado por Fco. J. García Gaztelu ‘Txapote’, Irantzu Gallastegi Sodupe ‘Nora’ y J. L. Geresta Mujika ‘Oker’. En el plano político estaba meridianamente claro que el Gobierno no podía ceder al chantaje del terrorismo y en el plano social resultaba una evidencia, ya que la sociedad vasca, gracias a las campañas emprendidas por organizaciones como Gesto por la Paz, había cambiado su inicial pasividad para romper con la espiral del miedo impuesto por la dictadura de ETA.
En estas circunstancias se produjo una movilización que sobrepasó todas las expectativas posibles. El país se convirtió en una gigantesca manifestación y las vigilias se unieron en un grito común: ‘¡Liberad a Miguel Ángel!’. Pero ETA no cedió ante la voluntad popular, hizo oídos sordos de la petición de clemencia y ordenó asesinar a aquel joven licenciado en Ciencias Económicas y músico. En una campa, cerca de Lasarte-Oria, arrodillado y maniatado, recibió primero un tiro no letal en la cabeza (lo que hizo prolongar su sufrimiento) y después un segundo, mortal de necesidad. El famoso grupo Revólver en su canción ‘Una lluvia violenta y salvaje’ lo expresaba así: «a las cuatro cayeron dos rayos segando de cuajo otro árbol más». Miguel Ángel, tras una larga agonía, murió el día 13 de julio. Durante el juicio, el fiscal Carballo nos impresionó con unas palabras dignas de recuerdo: «… pocas veces un asesino ha tenido tantos motivos para evitar llevar a cabo su despreciable propósito. Es difícilmente explicable que no haya sido capaz de oír y de sentir el clamor desesperado de una sociedad que le pedía clemencia».
La muerte de Miguel Ángel fue la gota que colmaba el vaso para una sociedad dominada por el miedo. Y es que la sociedad vasca silenciosa, que había cedido ante las bravuconadas, los golpes y las balas de un poder fáctico perfectamente organizado a través de potentes estructuras sociales, decidió aquel día que no deseaba callar por más tiempo. Y se lanzó de nuevo a la calle, esta vez con la fuerza irrefrenable de un desahogo contenido durante varias décadas. Los fotogramas del alcalde de Ermua, Carlos Totorika, ayudando a proteger del fuego la sede de HB o la de los ertzainas quitándose el verduguillo y abrazándose a los manifestantes se difundieron por todo el mundo. Surgió así una nueva disidencia frente al terror, que se conoció como el ‘Espíritu de Ermua’ y también nuevos movimientos sociales que se unieron, desde sus diferentes perspectivas, a la lucha contra el discurso justificador de la sangre. Pero tristemente, aquella ola ciudadana fue torpedeada por intereses partidistas, puesto que al poco tiempo las imágenes del Pacto de Lizarra o las de la bochornosa manifestación que debía apoyar a las familias de Fernando Buesa y Jorge Díez Elorza en Vitoria, aquel triste febrero de 2000, no arrojaron sino un triste balance. Aquella revolución pacífica de julio de 1997 supuso el comienzo del fin de ETA, sin duda, pero su ‘desactivación’ contribuyó a que ETA asesinara otros más de sesenta seres humanos hasta su final en octubre de 2011.
Si bien las miradas al pasado son necesarias, este 22 aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco debiera también confrontarnos con la realidad y mirar al futuro. Hoy, Euskadi, y toda España, viven una situación evidentemente mejor pues la ausencia de terror y de víctimas sólo puede dibujar un presente más amable. Numerosos movimientos e iniciativas, impulsados desde las instituciones, instancias universitarias, institutos de memoria o fundaciones trabajan para que lo ocurrido no se repita y las nuevas generaciones, esas mismas que desconocen quién era Miguel Ángel Blanco, sean conscientes de que mantener el bien sagrado de la libertad se nos explicita, precisamente, en el testimonio de aquellos inocentes que dieron su vida por ello. Pero es necesario también apuntar ciertas sombras en cuanto a las políticas de deslegitimación del terrorismo.
La realidad es que durante este verano nuestras fiestas patronales se verán adornadas con homenajes y carteles a quienes apretaron el gatillo (los mismos que durante el juicio rieron y se mostraron insensibles ante el dolor de sus víctimas), mientras que las víctimas estarán ausentes de los espacios públicos. Una evidencia, ésta, que se ve agravada por la falta de autocrítica dentro de sectores importantes (aun reconociendo gestos positivos al respecto que debieran multiplicarse) del conglomerado ideológico que alentó y sostuvo la metástasis del terror. Decir un día que se pide perdón por «haber generado más dolor a las víctimas del que teníamos derecho a hacer» y al día siguiente matizar estas palabras no suena demasiado creíble y para conseguir una sociedad reconciliada, en la que los victimarios, rehabilitados, puedan ser aceptados por sus víctimas, hacen falta grandes dosis de credibilidad. Y las víctimas, a su pesar, la tienen.