LUCÍA MÉNDEZ-El Mundo

 

La estabilidad en la que Mariano Rajoy invirtió cantidades ingentes de tiempo y de dinero ha sido arrumbada por la corrupción. Aunque fracase la moción de censura del PSOE, el clamor de unas elecciones recorre todo el país y perseguirá al presidente.

Después de tres años de parálisis, con un Gobierno en minoría sin iniciativa política y una oposición instalada en el tacticismo, la actual legislatura –nacida con el fórceps de la abstención socialista– ha colapsado en escasas 48 horas. Acostumbrado a vivir al límite, Mariano Rajoy llevaba meses esperando el momento de salir del Congreso con los Presupuestos aprobados.

Había invertido cantidades ingentes de tiempo y de dinero en mimar al PNV para disponer de sus cinco votos. Ni siquiera el empantanamiento catalán, que le había obligado a mantener el 155 por el nombramiento de consellers presos o fugados, le distraía más de un minuto de su verdadero objetivo: seguir en La Moncloa hasta 2020. A trompicones. A trancas y barrancas. Como siempre, desde las elecciones del 20-D de 2015. Debió consultar el horóscopo. Todos los astros se alinearon en su contra esta semana y los jueces de la Audiencia Nacional le dieron la puntilla en la sentencia de la primera época de la trama Gürtel. Nueve años después de haber comenzado la instrucción.

Los vertiginosos acontecimientos que dejan a Rajoy en la más delicada e incierta situación de su prolífica vida política se sucedieron en el lapso comprendido entre las cuatro de la tarde del miércoles 23 –cuando el PNV anunció el voto afirmativo a los Presupuestos– y las tres de la tarde del viernes, cuando el propio presidente compareció para poner a caldo a Pedro Sánchez por haber presentado una moción de censura para desalojarle de La Moncloa. Dos imágenes cruzadas pueden condensar el frenesí político de la semana. El jueves, bien temprano, Mariano Rajoy fue entrevistado en la Cope y Pedro Sánchez en la Ser. Ambos se deshicieron en elogios el uno del otro por su unión indestructible contra el independentismo catalán. El PP había elevado a Pedro Sánchez a la categoría de hombre de Estado –la máxima condecoración que dispensa este partido–, y el líder socialista se dejaba querer. Un día después, Sánchez había presentado una moción de censura contra Rajoy por la sentencia de Gürtel y el PP le dispensaba el tratamiento de Judas Iscariote.

La crónica de los acontecimientos de tres días escasos –algunos de ellos bastante inverosímiles– dibuja un país sólidamente instalado en la inestabilidad, aquejado de la mayor crisis de Estado, y unos partidos políticos incapaces de enderezar el rumbo.

El lunes ya apuntaba maneras. Los diputados fueron llegando al Pleno de Presupuestos en medio de un panorama alocado. El nuevo presidente de la Generalitat había nombrado consellers a políticos presos o fugados. El Gobierno paralizó la publicación del decreto de nombramiento, a pesar de lo cual Quim Torra pretendía que tomaran posesión. El 155 permanecía en vigor, por lo que el PNV no confirmaba su apoyo a los Presupuestos. Albert Rivera, el líder de Ciudadanos y favorito de la demoscopia electoral, había protagonizado un acto de exaltación de lo español cuyos detalles pusieron los pelos de punta incluso a muchos de sus simpatizantes. Pablo Iglesias, secretario general de Podemos, había convocado una consulta interna sobre el chalé que él y su pareja, la portavoz parlamentaria, Irene Montero, se compraron en la sierra de Madrid.

«Es como si todo el mundo se hubiera vuelto loco». Éste era el comentario más repetido fuera del hemiciclo del Congreso, mientras dentro se debatían las distintas partidas de los Presupuestos. Dispuestos a encarar el segundo día de Pleno, los diputados se sobresaltaron el martes bien temprano con la detención de Eduardo Zaplana en Valencia. Lo que faltaba. El ex ministro de Aznar y ex portavoz de Rajoy fue protagonista principal de una época y una épica del ejercicio del poder del PP. Acostumbrados ya a las detenciones y el encarcelamiento de colegas muy principales, los dirigentes populares pusieron cara de susto –o de pena como mucho por la enfermedad del detenido– y archivaron el acontecimiento en el «pasado simbólico» del aznarismo.

El mismo martes, mientras los ministros y portavoces de los grupos seguían desgranando los Presupuestos en la tribuna sin que nadie les hiciera mucho caso, Quim Torra mantenía convocada la toma de posesión de los consellers. Los servicios jurídicos del Estado seguían indagando si la publicación del decreto de Torra era viable o no. En realidad, el Gobierno de Rajoy quería mantener la decisión en suspenso para que el PNV votara los Presupuestos.

En una esquina del Congreso, la vicepresidenta no lograba aclarar el por qué de la tardanza de los servicios jurídicos en emitir criterio. En la otra, los diputados de Podemos debatían sobre la consulta del chalé de su secretario general y su portavoz parlamentaria. Con un denominador común: la peripecia del chalé hará daño político a Podemos, sea cual sea el resultado de la consulta. Los diputados socialistas cruzaban opiniones acerca de la preocupante irrelevancia del PSOE. Y un parlamentario del PP expresaba su inquietud a propósito de las actuaciones judiciales contra los miembros del partido. «Hay una actitud justiciera contra la corrupción por parte de los cuerpos policiales, la Fiscalía y los jueces. Buscan un escarmiento y, a poco que encuentren, no pararán».

Proféticas palabras que se tradujeron en hechos en la mañana del jueves, pocas horas después de que Mariano Rajoy abandonara el Congreso con los Presupuestos aprobados. La estabilidad que buscaba para dos años le duró una noche. La sentencia del caso Gürtel acabó por dar al traste con los planes, las tácticas y las contorsiones de todos los partidos políticos. Y no se puede decir que fuera una sorpresa, ya que desde hace semanas se sabía que el fallo de la Audiencia estaba a punto.

El colapso de la segunda legislatura se reflejó con toda su intensidad en la mirada furibunda y el gesto crispado del presidente del Gobierno en su comparecencia al término del Consejo de Ministros del viernes. Rajoy no dio crédito al enterarse de que Sánchez había presentado la moción en el registro del Congreso tan rápido porque quería evitar que el presidente disolviera antes de las 11 de la mañana del viernes. Un completo disparate, en opinión de los colaboradores de Rajoy, en cuyos planes de futuro jamás ha estado, ni por asomo, la posibilidad de acortar la legislatura. Ni aun en el caso de que el Congreso le hubiera devuelto los Presupuestos sin aprobar. Rajoy tenía previsto prorrogarlos y lanzar el balón hacia adelante. El presidente es preso de su propio relato de gran superviviente, que no piensa corregir, ni cambiar, ni modular en el tiempo que le quede en La Moncloa. Sea el que sea. Días, meses o años.

Años va a ser difícil. Así estaba de enojado el viernes, cuando incluso tuvo que suspender el viaje a Kiev para asistir a la final de la Champions. Enojado no solo por la moción de censura de Pedro Sánchez. Que también. Mariano Rajoy ha perdido por el camino de la corrupción a su único aliado parlamentario, Ciudadanos. Ya pueden desgañitarse el presidente, sus ministros y los dirigentes del PP en proclamar la estabilidad del Gobierno. La ficción no da más de sí. Independientemente de que triunfe o –más bien– fracase la moción de censura de Pedro Sánchez, el clamor de la convocatoria de unas elecciones generales recorre el país de punta a punta. Y perseguirá a Rajoy allá donde vaya.

«La legislatura no da más de sí. España necesita un Gobierno y no lo tiene. Ni Rajoy gobierna, ni Pedro Sánchez puede gobernar. Con la mayor crisis territorial de la democracia que no hace más que agudizarse. La única salida lógica y racional pasa por las urnas. Obligar a Rajoy a disolver, voluntariamente, o por la fuerza de una moción de censura que tenga como objetivo único el adelanto electoral. Esto no debería ser tan difícil, si no fuera porque todos los partidos juegan al corto plazo, al día siguiente». Esta es, resumida, la opinión fundada de personalidades políticas de relieve.