Y EL INDEPENDENTISMO acató la ley. Por primera vez desde que adoptaron la vía unilateral, los dirigentes separatistas –con el presidente del Parlament al frente– experimentaron un rapto de realismo que les aconsejó detenerse antes de estrellarse, y no después. Bien es verdad que Roger Torrent no decidió acatar la orden del Tribunal Constitucional porque le hayan convencido las bondades del Estado de derecho y el respeto a la pluralidad social de Cataluña representada en su Cámara autonómica, sino por miedo a la cárcel que desde hace ya casi tres meses padece el jefe de su partido, entre otros. Pero eso sólo demuestra que el Estado, cuando es desafiado, no tiene más remedio que ejercer la pedagogía de la fuerza legítima, acordada por un tribunal.
Es cierto que el Gobierno forzó los límites de la interpretación del Derecho al insistir en su recurso preventivo contra el criterio del Consejo de Estado, y que con ello quebró la unidad de acción institucional frente al separatismo, que lo celebró como una victoria. Pero el TC avaló la arriesgada estrategia gubernamental y la investidura fraudulenta de Carles Puigdemont quedó suspendida. Faltaba saber si Torrent bajaría la cabeza o pasaría a engrosar el martirologio. Sucedió lo primero.
Para camuflar la claudicación eligió la fórmula del aplazamiento, que mantiene la candidatura del prófugo al tiempo que cumple con la Justicia, todo ello al precio de cronificar el desgobierno de Cataluña. Pero las bases, no en vano fanatizadas por años de adoctrinamiento y engañadas con promesas de república inminente, no perdonan que se dé un paso atrás. «O investís al president o tomamos el Parlament», gritaba un puñado de radicales congregados en el Parque de la Ciudadela, algunos de los cuales lograron romper el cordón policial merced, de nuevo, a la hospitalaria pasividad de los Mossos. Encarnan una expresión callejera y menor del independentismo, ciertamente, pero también son el síntoma de una fractura política mayor entre ERC y JxCat. Si Roger Torrent se mantiene del lado correcto de la ley, la candidatura de Puigdemont entrará en vía muerta y la frustración subsiguiente podría deparar consecuencias indeseables, entre ellas la repetición electoral.
Pero el caos por el que se despeña la comunidad catalana, a cuyo horizonte de excepcionalidad no se le ve el final, tiene un máximo responsable. Un pícaro egoísta, mentiroso y cobarde que tiene secuestrado el presente político de Cataluña porque sus correligionarios se lo permiten, aterrorizados ante la reacción de sus votantes cuando descubran que nunca hubo arena bajo los adoquines ni independencia posible bajo la Constitución. Para esos catalanes, verdaderos avalistas de la sinrazón, Puigdemont es una mezcla de ídolo tribal y excitante catalizador de odio a España. Por eso le disculpan que exija a los demás diputados el sacrificio procesal que él evade en Bruselas.
Siempre defendimos que la ley prevalecería. Cuanto antes lo acepte el secesionismo, más dinero, tiempo, energías y dignidad ahorraremos todos.