Luis Ventoso-ABC
Viviremos el día en que estas leyes de eutanasia se verán como epítome de la deshumanización
Gante, al norte de Bélgica, es la hermosa ciudad flamenca donde en febrero de 1500 nació nuestro emperador Carlos I. Salió relativamente ilesa de las guerras mundiales y conserva un patrimonio monumental fabuloso, que la convierte en una joya. Hoy cuenta con 260.000 vecinos, con buen nivel de vida gracias al puerto, la universidad y el turismo. La Europa próspera.
Días atrás, una lluvia de aplausos desde la bancada del público resonó en la Corte de Justicia de Gante. ¿A qué venía la explosión de júbilo? Tres médicos acababan de ser absueltos de una acusación de «homicidio» por aplicar en 2010 la eutanasia -una inyección letal- a una mujer de 38 años, Tyne Nys. Sus padres y hermanas habían denunciado
a los galenos, al considerar que Tyne no padecía una enfermedad incurable o un sufrimiento físico o mental insufrible, como exige la ley belga de eutanasia, aprobada en 2002 y que en el último año ha permitido matar legalmente a 2.350 personas. La familia acusaba también a los médicos de trato despiadado y actuación chapucera. El doctor que aplicó la inyección letal pidió al padre de la mujer que le ayudase a sostener la aguja. Una vez muerta, los invitó a calarse el fonendoscopio y constatar que su corazón ya no latía. Además comparó la inyección con la que se aplica a las mascotas enfermas. Absolución y aplausos en el juzgado.
Tyne había padecido problemas psiquiátricos severos en su infancia y cuando solicitó la eutanasia estaba sumida en una depresión profunda y consumía heroína. Además se le acababa de diagnosticar autismo. Sus hermanas alegaron que de haber sido bien atendida podría haber superado su espiral depresiva, que ellas achacan a una ruptura amorosa. Lamentaron que los tres médicos del caso -la mano ejecutora, un psiquiatra y un médico de cabecera- nunca se plantearon intentar curarla o disuadirla de su empeño en morir. El argumento de sus hermanas era que toda vez que Tyne no padecía un padecimiento constante e irreversible, requisito de la ley belga, matarla fue un homicidio. La legislación de Bélgica, que permite también la eutanasia en menores, se aplicó al principio sobre todo con enfermos terminales de cáncer. Pero cada vez hay más muertes por «motivos psicológicos».
Como cualquiera, he visto a amigos muy queridos atropellados por una depresión, hundidos, sin ganas de vivir. Hoy están curados y llenos de ánimo. ¿Qué habría pasado si la maquinaría del Estado hubiese espoleando sus pensamientos más sombríos? El Gobierno de Sánchez se jacta de que pronto tendremos una ley de eutanasia tan «avanzada» como las de Bélgica y Holanda. Lo llaman «progresismo». En Portugal se intentó. Sin éxito. El viejo Partido Comunista se alió con la derecha católica y se opuso de plano, invocando el «imperativo constitucional de la inviolabilidad de la vida». Su argumento fue que para un progresista el deber del Estado es garantizar a los ciudadanos que sufren la mejor ayuda médica y social, no matarlos. Además denunciaron «el negocio internacional de la muerte anticipada». Por primera vez estoy totalmente de acuerdo con los comunistas.