Nicolás Redondo Terreros-El Correo
- Lo peor que podría ocurrir es que después de estos días ignominiosos por la DANA todo seguirá igual, mostrando a la sociedad una clase política dirigente absorta en sus afanes, con sus endogámicas reglas, con sus propios resortes para sobrevivir
La tragedia de Valencia ha conmocionado España. El número de muertos y la destrucción causada por una naturaleza descontrolada no ha dejado impasible a nadie, nos ha recordado la verdadera dimensión de los seres humanos, que en tiempos de rutinaria normalidad podemos creernos invulnerables. Pero también ha puesto en evidencia la descoordinación, la ineficacia, los celos y las pasiones de una clase dirigente más preocupada por ella misma que por la sociedad que representa. Ha sido tal la demostración de su ensimismamiento que ha terminado encolerizando a unos ciudadanos, desprovistos de lo más esencial para sobrevivir durante días, una vez perdida la casa donde habitaban, el pueblo que les daba identidad y demasiados a sus seres más queridos.
Ahora se detienen los políticos en un debate leguleyo sobre las competencias de cada uno con el único propósito de eximirse de la responsabilidad que les corresponde y, si es posible, de trasladar al adversario su pesada carga. Representan unos el atolondrado empecinamiento en conservar unas competencias que no supieron administrar y además eran claramente insuficientes para enfrentar las consecuencias de una naturaleza embravecida. El sistema autonómico, enrevesado, solo funciona con una fuerte dosis de lealtad y esta debería impedir determinados comportamientos de los gobernantes autonómicos, como cuando confunden sus dignas y humildes sedes referenciales con la poderosa Casa Blanca. En circunstancias extremas como las vividas en Valencia, Castilla-La Mancha y parte de Andalucía, que desbordan a los Gobiernos más poderosos y a las sociedades más avanzadas, las comunidades autónomas necesitan la colaboración del resto; es decir, del Gobierno de la nación; es decir, del Estado. Y esa colaboración no desmerece ni deslegitima sus responsabilidades autonómicas. Las comunidades autónomas no son mini-Estados , ni España es un Estado confederal, la Administración central no tiene un papel subsidiario, subordinado a aquellas. El desempeño y el boato cotidiano de algunos presidentes autonómicos me recuerdan aquellos versos de Cervantes sobre el túmulo del rey Felipe: «…requirió la espada,/miró al soslayo, fuese, y no hubo nada».
El Gobierno de la nación me ha recordado otros versos de nuestro gran escritor, cuando Cádiz fue ocupado por la flota inglesa y después de varios días de saqueo, destrucción y muerte, sin gran resistencia, llegó el duque de Medina: «Y, al cabo, en Cádiz, con mesura harta,/ido ya el conde, sin ningún recelo/triunfando entró el gran duque de Medina». Efectivamente, cuando se anunciaban los primeros 50 muertos y la catástrofe adquiría ya dimensiones desconocidas, el Gobierno se empeñaba en proseguir una sesión parlamentaria ignominiosa para aprobar un decreto que le permitiría okupar, aún con más descaro, RTVE.
Después, cuando la tragedia estaba confirmada y la desesperación de los ciudadanos provocada por los muertos y los hogares perdidos se multiplicaba y los coches inservibles por el fango y el barro se contaban por miles, el Gobierno de España se refugiaba en una posición contemplativa y subordinada a las peticiones de los dirigentes políticos valencianos, que tampoco se producía ni diligentemente ni claramente. Desistió el Gobierno durante días del liderazgo que le corresponde; así, la pasividad de unos y la confusión de otros iba caldeando a unos ciudadanos que no tenían qué comer, no tenían agua para beber y muchos dormían en edificios públicos.
Cuando los Gobiernos dimiten de su obligación y el Estado no cumple con su papel, aparece más o menos ordenadamente la nación. Es regla universal ésta, pero en España la ocupación del papel protagonista de la nación ha sido frecuente en nuestra historia, mostrando sin posible réplica los continuos fracasos del Estado. Y en esa situación, en la que se puede ver lo mejor y lo peor, tienen el caldo de cultivo los populistas y extremistas de un lado y otro. Fue así deslumbrante ver esas largas marchas de ciudadanos que desde Valencia se acercaban a las zonas más agredidas por el temporal de agua y barro, pero también es muestra del grave fracaso de la política y de unos políticos ciegos y sordos a todo lo que no sean sus maniobras y sus intereses.
Todo se confirmó con la visita de los Reyes a Paiporta. Las imágenes que allí se produjeron, a pesar del ímprobo esfuerzo oficial por borrarlas de nuestra memoria, quedarán en nuestra historia, para orgullo de los Reyes, que sin duda se confirmaron definitivamente con un pueblo que necesita esos gestos, en los que se mezcla el valor y la muerte, casi taurinos, para empatizar. Pero también serán motivo de desazón y oprobio de quien no supo que él era el último que debía hacer mutis por el foro. El Rey estuvo cuando iban mal dadas, el Gobierno desapareció entre la recriminación por «la inoportunidad de la visita» y «fantasmagóricos» ejércitos de la extrema derecha. Falló por lo tanto la seguridad, permitiendo unas imágenes bochornosas que han recorrido el mundo entero.
Hace unos meses hice una nota diciendo que este Gobierno tan progresista nos llevaba a lo peor de nuestro siglo XIX; si algo faltaba para hacer irrebatible aquella afirmación, los Reyes manchados de barro entre ciudadanos enfurecidos con razón bastaron para su confirmación. Volvemos a ser diferentes a los países que quisimos emular, vuelve a fallar el Estado por debilidad y ambición, por ineptitud y malicia, por egoísmo y cálculo.
Lo peor que podría pasar, y desgraciadamente pasará, es que después de estos días ignominiosos no pasará nada, todo seguirá igual, mostrando a la sociedad una clase política dirigente absorta en sus afanes, con sus endogámicas reglas, con sus propios resortes para sobrevivir. Si no queremos que la próxima vez sea peor, ni deseamos que los extremos que alaban demagógicamente al pueblo se fortalezcan, los políticos deberían cumplir a mi juicio tres condiciones: mostrar que toman medidas por los errores cometidos, conseguir que los ciudadanos damnificados sientan que el Estado vuelve a ser eficaz y que la clase política se pusiera de acuerdo en lo fundamental: la reconstrucción de las zonas destruidas. Pero no pasará nada como siempre sucede en España.