ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 22/01/17
· Mi liberada: Hace algunos años, mientras escribía la historia sobre los héroes de la embajada española en Budapest, Stephen Vizinczey me dio una aguda explicación sobre la dócil y confiada entrega de muchos judíos a sus captores: «El error es suponer que en esa actitud hay un rasgo étnico particular. Los judíos hicieron lo que habrían hecho muchos no judíos. Ahora nos cuesta mucho imaginar hasta qué punto la obediencia a la autoridad era entonces rigurosa». No sólo con los judíos y no sólo cuando el Holocausto. La autoridad se manifestaba en ejemplos infinitamente más triviales.
En los años 60 mi padre era el portero de una finca urbana en un barrio alto de Barcelona y los galones que llevaba en su uniforme, grueso paño azul en invierno y tergal marrón en verano, le daban un severo empaque de coronel. Con el tiempo no sólo desaparecieron los galones, sino también los uniformes; y hasta el portero mutó en automático, más o menos coincidiendo con mis primeras, aunque moderadas, desobediencias. No creo que sea ceder a una tentación carcamal sostener que la Historia puede también leerse como un implacable debilitamiento de la autoridad que culmina en Donald Trump, cuadragésimoquinto presidente de los Estados Unidos de América.
No se ve así. De hecho se ve más bien como todo lo contrario. Para la mayoría de análisis la elección de DT supone la vuelta del hombre fuerte, de cierta autoridad vertical después de años de pensamiento débil y flexibilidad posmoderna. Pienso al revés: DT es la apoteosis de la posmodernidad y el último y más espectacular bajón de la autoridad.
La señal televisiva que siguió durante toda la mañana la ceremonia de proclamación eligió combinar la actividad iniciática y final de los dos protagonistas y sus familias. El que se iba era un presidente americano: articulado en la palabra, en el gesto y en el vestir. El que venía era alguien que iba a hacer de presidente americano: su ceño de tipo que está faroleando en el póquer, su rudo cromatismo, del pelo a la corbata, y su esfinge esposa, una piba de avatar. Toda la autoridad, lo que queda de autoridad en nuestro mundo, estaba del lado del que se iba. Acepto que la política pueda ser un circo, pero en tal hipótesis Obama era un brillante jefe de pista, con chistera y sin látigo, y DT un payaso desabrochado, torpe y secundario.
Las palabras pronunciadas por DT han causado preocupación. Se comprende. Describen los peores ismos de la política, empezando siempre por el peor de todos, que es el nacional. Al poco de que acabara el discurso un amigo me enviaba dos párrafos del discurso de Hitler en 1933, cuando fue nombrado canciller, y otros dos del de Trump. Donde Hitler hablaba de los campesinos arruinados por Weimar, Trump hablaba de los blancos pobres esquilmados por Washington. Y concluía mi corresponsal: «Volk, people, you… el viejo mundo de Zweig en su eclipse final». Le pasé los fragmentos a otro amigo, compulsivo lector de los papeles de las dos grandes dictaduras del siglo XX. No se inmutó: «Y Fu Manchú, no te olvides de Fu Manchú».
En efecto: DT se limitó a tirar de fondo de armario. Volk, people o you son palabras que funcionan en el cerebro de las masas como el azúcar en el de los niños. Y la Internecional, de Trump al partido Podemos, lo sabe. La novedad es otra. Hasta ahora la carrera hacia el poder obligaba a determinados políticos a hacerse de vez en cuando los estúpidos. Pero la estupidez era un mero vector. El cambio que trae DT es la constatación de que la estupidez no sólo sirve para alcanzar el poder. La estupidez es ya el poder. Hay una obvia y crucial diferencia entre hacerse el estúpido y serlo. La consecuencia principal es que la autoridad está recorriendo los últimos metros de una larga decadencia.
La autoridad política ha cedido después de que lo haya hecho la intelectual, socavada por décadas de posmodernidad más o menos manifiesta y noqueada casi definitivamente por el trastorno digital. El Brexit fue la irrevocable prueba conceptual de que el fenómeno había llegado a la política. Durante muchos años, Michael Gove, que había sido ministro de Educación, luego lo fue de Justicia y ahora es entrevistador de DT, ocultó al mundo sus inequívocas y secretas credenciales. Estallaron el 3 de junio de 2016 cuando declaró al Financial Times que los ciudadanos británicos estaban hasta la coronilla de los expertos.
Pero hasta DT nunca había llegado al poder su antónimo. El exhibido y orgulloso antónimo del experto. No quiero eludir los calificativos. Lo difícil en castellano es elegir: el aprendiz, el ignorante, el incapaz, el incompetente, el indocumentado, el inepto, el novato, la nulidad. Ha llegado al poder sin engañar a nadie: ni un solo ciudadano de América puede, ni podrá, llamarse a engaño respecto a su nuevo presidente. El más cruel, pero el más profundo epitafio político de Barack Obama es recordar su discurso de toma de posesión, que sólo el tiempo ha mejorado, en el invierno de 2009 del que los titulares de los periódicos dedujeron el inicio de una Era de la Responsabilidad. Tenían motivo. Obama había dicho: «Los valores de los que depende nuestro éxito –el esfuerzo y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo– son algo viejo. Son cosas reales. Han sido el callado motor de nuestro progreso a lo largo de la Historia. Por eso, lo que se necesita es volver a estas verdades. Lo que se nos exige ahora es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento, por parte de cada estadounidense, de que tenemos obligaciones con nosotros mismos, nuestro país y el mundo».
Es procedente aludir al realitysmo, a su triunfal pasado televisivo, para describir la llegada al poder de DT. En la Casa Blanca, insisto, hay ahora un hombre que hace de presidente de América. Pero aún más que el reality show la analogía afinada es la de esos juegos de rol dotados de una atractiva ambigüedad. Uno, por ejemplo, como el del indigente al que pagan para que actúe durante unas horas de batida como un animal de caza y cuyo reto describe un relato ruso, como si fuera propaganda: «Si consigue salir con vida, el dinero será suyo. Pero si le pegan un tiro, se jode. ¡Todo a las claras!». Sí, legítimos, indigentes votantes de DT. Tal como lo habéis querido, la máxima autoridad política de nuestro mundo se ha convertido en un simulacro. En un juego. Exactamente, en un extremo y excitante juego de rol. Pero escuchadme. Al que le peguen un tiro, se jode, ¿eh? ¡Todo a las claras!
Y tú sigue ciega tu camino.
ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 22/01/17