¡Y próspero año nuevo!

EL CORREO 11/01/15 · PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO

Pedro José Chacón Delgado
Pedro José Chacón Delgado

· El progreso en política ya no tiene que ver tanto con el desarrollo económico o tecnológico, sino con la justicia social

Con la de veces que utilizamos esta expresión al llegar cada fin de año y encarar el nuevo, deseándonos mutuamente un próspero año nuevo, en cambio ni el adjetivo ‘próspero’ ni sobre todo su matriz, el sustantivo ‘prosperidad’, apenas se utilizan en nuestro lenguaje político habitual. El diccionario de la RAE define ‘próspero’ como «favorable, propicio, venturoso»; ‘prosperidad’, por su parte, cuenta con dos entradas, la primera, «curso favorable de las cosas», y la segunda, «buena suerte o éxito en lo que se emprende, sucede u ocurre», y como cabe aplicarlos tanto a un individuo como a una colectividad, el término y su concepto albergan tantas posibilidades que extraña mucho, la verdad, que no hayan sido recabadas intensamente por la práctica política.

Será porque términos aledaños, como por ejemplo ‘progreso’ y ‘progresista’, se quedaron con todo el protagonismo de un mismo campo semántico compartido. ‘Progreso’, viene a decir nuestro diccionario, es «acción de ir hacia delante», o bien «avance, adelanto, perfeccionamiento». Pero es que prosperidad es mucho más sugerente, porque incluye el aspecto esencial de que a un individuo, o a una sociedad, progresar le haga feliz. Hoy sabemos que, con solo progresar, no todo lo que avanzamos va en nuestro favor o nos proporciona éxito o buena suerte. Recordemos la distinción que planteó Rousseau en uno de sus primeros discursos, entre el progreso material y el progreso moral. Así como el primero ha ido transformando nuestras vidas de modo imparable y exponencial –véase lo que supone ahora mismo la eclosión total de los teléfonos móviles inteligentes–, el progreso moral cuesta mucho más apreciarlo: aunque autores actuales, como Steven Pinker, se afanan en demostrar que también en este aspecto vamos superándonos poco a poco.

El progreso en política, sobre todo desde las dos guerras mundiales, con el Holocausto y la bomba atómica, ya no tiene que ver tanto con el desarrollo económico o tecnológico –más bien supone su cuestionamiento en muchos casos–, sino que se aplica, en esencia, a velar por la justicia social y a mejorar la vida de los más desfavorecidos. De hecho, al no progresista en política se le tiene por susceptible de renunciar a que el mundo mejore o de regodearse en la injusticia y en la desigualdad.

La prosperidad vendría, por tanto, a resolver la contraposición entre progreso material y progreso moral y se asocia con el crecimiento económico, una baja tasa de desempleo, un menor índice de desigualdad económica y social, estabilidad democrática, calidad de vida –salud, educación y asistencia social para una mayoría de la población– y un nivel de cohesión social compatible con el emprendimiento individual. Pero, a diferencia de lo que ocurre con el progreso, no existe en política un término que designe al partidario de la prosperidad: nunca se ha usado y proponer ahora ‘prosperista’ o algo parecido suena como disparatado o extravagante.

El Instituto Legatum, producto de esa densa red intelectual que en otros países, singularmente en los de ámbito anglosajón, caracteriza a la sociedad civil y la independiza de la tutela de los gobiernos y los partidos políticos, presenta un ‘índice de prosperidad’ que clasifica a 142 Estados, que engloban al 96% de la población mundial, en función de ocho variables: economía, emprendedores y oportunidades, gobernanza, educación, salud, seguridad y protección, libertad personal y capital social.

En el índice Legatum de prosperidad para 2014 el número uno fue para Noruega, que se mantiene ahí desde 2009 y a la que no le ha afectado que en el verano de 2011 el perturbado Breivik matara a 77 jóvenes en la isla de Utoya. Por especialidades, los números uno de 2014 fueron para Suiza en economía: bofetada en toda regla al Eurogrupo desde el mismo corazón de Europa; Suecia en emprendedores y oportunidades; Suiza también en gobernanza, otro palo en la rueda del ideal político de la Unión Europea; Australia en educación, a pesar de la legendaria exclusión sobre sus aborígenes; Estados Unidos en salud, y eso que Obama intentó aproximar su sistema público al europeo para paliar sus carencias; Hong Kong en seguridad y protección, llamativo por hallarse este antiguo enclave británico en plena revuelta estudiantil para modificar el sistema de elección de cargos políticos impuesto por el gigante chino; Nueva Zelanda en libertad personal y, por fin, Noruega en capital social, lo que da más valor aún si cabe a este parámetro, que coloca al país que más lo cuida en la cúspide de la prosperidad.

España quedó en el puesto 26, con un progresivo descenso desde el 19 en 2009. Por delante tuvo a todos los principales países europeos, a excepción de Italia, y en dos parámetros, economía (puesto 46) y capital social (32), estuvo por debajo del puesto 30, límite del grupo más alto de prosperidad. Que España se sitúe fuera de los treinta primeros del ránking en capital social, que refleja la cohesión y la participación en las redes comunitarias y familiares, choca mucho, porque es justo la cohesión familiar y comunitaria la que ha conseguido que nuestro paro tan desproporcionado sea más soportable.

Ante tantas contradicciones aparentes –necesitaríamos un experto en el ‘índice de prosperidad’ que nos las explicara–, no extraña para nada que la reivindicación de independencia de un territorio que forma parte de un estado avanzado europeo tampoco se contemple como parámetro de prosperidad por el Instituto Legatum, siendo como es el principal desafío que deberá afrontar nuestra prosperidad en los próximos años. Si para el año que viene, cuando volvamos a oír o decir «¡Y próspero año nuevo!», la prosperidad formara parte ya de nuestro vocabulario político, a lo mejor para entonces sabríamos también cómo llamarnos sus partidarios.

 PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA UPV/EHU