Ignacio Camacho-ABC
- El Gobierno no puede abrir al público los estadios sin arriesgarse a la misma frivolidad letal del 8 de marzo
Durante mucho tiempo, y al menos hasta la irrupción de los populistas de toda laya, en las cancillerías de la Unión Europea había una especie de regla para abordar crisis: hacer lo que haga Alemania, cuando lo haga Alemania y como lo haga Alemania. Y aunque la fiabilidad teutona ha decaído bastante -incluso en su estandarte de la industria automovilística-, por comparación sigue siendo, de lejos, el país que ofrece mayor confianza y, por tanto, en cuyas decisiones estratégicas conviene fijarse.
El Gobierno de Merkel cometió, como todos, errores al comienzo de la emergencia, pero menos que la mayoría, lo que le permitió aplicar un confinamiento más liviano que ni siquiera llegó a ser completo. Su balance oficial -contrástese con
la población- es de 8.800 muertos. A mediados de abril abrió las tiendas y a principios de mayo, los colegios. Una semana más tarde reanudó la Liga de fútbol, no sin un intenso debate social y bajo la firme decisión de jugar sin público hasta el final de la temporada. Ése ha sido el criterio dominante en Europa sobre los deportes de masas: utilizarlos como elemento simbólico de normalización social pero con una estricta regulación sanitaria que desde luego excluye la presencia de espectadores en las gradas.
Por alguna esotérica razón, en España alguien -quizá no sólo Javier Tebas- ha dado en considerar que es aceptable la asistencia controlada de público a los partidos antes de que se decrete el final de la pandemia. No de inmediato, por aquello de la desescalada asimétrica -el palabro desescalada ya lo ha aceptado la Academia-, pero parece una posibilidad plausible cuando decaiga el decreto de alerta. Asombrosa prioridad teniendo en cuenta que hasta el próximo curso no van a volver los alumnos a las escuelas mientras podemos ir ya a bares y discotecas. Se dirá que es cuestión del modelo productivo, pero eso puede entenderse respecto al consumo y el turismo; sin embargo ni siquiera la vieja praxis de pan y circo justifica las prisas por abrir las puertas de los recintos deportivos. Debe de ser un reflejo del mimetismo de hooligans asumido por nuestros políticos.
Porque no se trata sólo de los estadios, donde los asistentes pueden estar razonablemente separados. Es el transporte público abarrotado, las colas de acceso, el cerveceo de antes y de después, y sobre todo el mensaje irresponsable de que todo ha terminado cuando las estadísticas diarias siguen dejando un rastro -mucho más contenido, eso sí- de contagios. Si cuaja ese planteamiento disparatado el Gobierno demostrará que no ha entendido la lección de su letal ligereza del ocho de marzo. Es demasiado tarde para colgarse medallas; España no se puede permitir una segunda crisis epidémica en pleno verano. Y aunque el virus se hubiese esfumado, hipótesis sobre la que no existe ningún consenso clínico, lo último que cabe hacer es volver a llamarlo.