ANTONIO RIVERA-El Correo
Muchas veces la política es solo representación. Se interpreta una función donde cada sujeto tiene un papel, un rol asignado con arreglo a lo que se espera de cada cual, pero sin mayor intención ni resultado práctico. Se representa la escena, se genera el ruido correspondiente y todo queda como al principio. En el ínterin se juegan las cartas y se prospera o se pierde levemente en la apreciación anterior conforme a la habilidad en la partida. Pero la imagen final, a grandes trazos, es la del inicio, y la jerarquía resultante, mutatis mutandis, su continuación. Giuseppe Tomasi di Lampedusa pintó con esta idea un extraordinario fresco histórico en su novela ‘El Gatopardo’, de donde procede aquella formidable frase, tantas veces reiterada, de que habrá que cambiarlo todo para que todo siga igual. Comparado con aquello, esta es otra pelea de alfileres a la que tan acostumbrada está la política española.
Después de la sentencia de la ‘Gürtel’ no cabía otra. La nueva circunstancia dibujaba la escena y el papel de cada cual. Pedro Sánchez no tenía otra. El silencio pasivo le hubiera apartado definitivamente de la carrera. Todo el mundo tiene claro que esto no puede seguir así, que el Partido Popular debe ser reemplazado, que ya no tiene ni agenda, ni legitimidad, ni fuelle; solo Presupuestos, pero ni siquiera compromisos partidarios adheridos a ellos. Y, sin embargo, ¿a quién le interesan unas elecciones a la vuelta del verano? A Ciudadanos y a nadie más. Obvio al PP. Podemos seguirá para entonces con las heridas internas y de prestigio del Caso Plon. Pero el momento no es bueno para el PSOE y sería mejor tener primero las municipales y autonómicas que las generales: en las primeras sigue teniendo más banquillo y extensión que los de Albert Rivera que, de hacerse del revés, podían alcanzar el éxito en unos comicios a Cortes y, desde ahí, extender su impulso a un inédito terreno local donde el problema no sería no tener candidatos dispuestos, sino que no se les colaran los contaminados y arribistas. Esa misma perspectiva de éxito naranja invita a todo tipo de nacionalista periférico a dejar que pase el tiempo.
Así que, otra vez, no salen las cuentas. El gobierno Frankenstein, de socialistas, Podemos y nacionalistas, es tan imposible como indeseable ahora, en plena ebullición Torra. El PSOE se quemaría, no tanto por su pericia gestionando de otra manera dos años de mandato, sino por las malas compañías. Un blanco demasiado fácil, sobre todo para Ciudadanos. Pero cabría otra opción, que es la que parece animar la derecha mediática: un apartamiento de Rajoy. Igual ni siquiera exige una dimisión, sino, a su manera, un anuncio de que no será el próximo candidato de su partido. De esa forma concentraría en su persona los efectos de la sentencia de la ‘Gürtel’ y de las que vendrán, abriendo paso en el Partido Popular a otra promoción no encausada. Es una salida poco marianista, pero no le queda mucho más. La otra es esperar que el agotamiento de la posibilidad inmediata de un cambio –esto que estoy describiendo– se acompañe de una pírrica victoria dialéctica frente a Pedro Sánchez y a seguir arrastrándose por el fango un par de años más.
Me barrunto que podemos acabar en esta última y que los únicos daños sean que Rajoy se pierda la final de esta tarde en directo en Kiev. Eso y lo que pueda perder el país en esta nueva mascarada.