Gorka Angulo-El Correo
- Su aislacionismo económico y exterior debe preocupar a la UE
El próximo 5 de noviembre en Estados Unidos están convocadas las elecciones más importantes e igualadas de la historia reciente entre demócratas y republicanos; una cita con aire de referéndum sobre el pasado, presente y futuro de la primera potencia mundial. La sociedad norteamericana está dicotomizada en dos grandes polos, con sus ciudadanos enfadados o desencantados. En las urnas ya no es el país que sobrevolamos cuando viajamos en avión de costa a costa sobre los estados seguros para los republicanos (la América profunda y conservadora), frente a las costas este y oeste, con los estados seguros para los demócratas (la América liberal e innovadora). Dos Américas irritadas hasta con sus candidatos naturales que cuando vayan a las urnas buscarán el mal menor o votarán a un candidato contra el otro. El anticipo lo tuvimos con el debate en la CNN entre Donald Trump y Joe Biden el pasado 27 de junio: Biden noqueado ante un Trump que no ganó, dejando ambos muy dañada la imagen de las instituciones estadounidenses y de su clase política.
Esto y el atentado fallido del pasado 13 de julio hicieron creer al magnate neoyorquino en un paseo militar electoral con una victoria propia de los resultados récord de otros republicanos, como Richard Nixon (520 electores presidenciales en 1972) o Ronald Reagan (523 en 1984). Pero la entronización urgente de Kamala Harris, con el aval de los Obama y los Clinton, trastocó los planes de presidente imperial que tenía Trump. Hablamos de un republicano ‘sui generis’, que tiene poco o nada que ver con anteriores presidentes del partido del elefante desde hace casi medio siglo.
EE UU vivió con los republicanos en la Casa Blanca una revolución conservadora permanente, con una fase económica (Reagan y Bush, entre 1980 y 1992) y otra fase religiosa (Bush hijo entre 2000 y 2008), apoyadas en potentes ‘think tanks’ que daban forma a las ideas de la economía de la oferta o del Powell Memorandum. Detrás de los mandatos de Reagan y los Bush había una ideología muy elaborada, pero detrás de Donald Trump solo hay un culto a su personalidad, al liderazgo hiperbólico de un ‘outsider’ disruptivo que llegó al Despacho Oval en 2016, sin una red de apoyo en Washington o el Partido Republicano, y con un círculo íntimo liderado por su yerno y algunos consejeros, como Steve Bannon, jefe de estrategia, y Kellyanne Conway, máxima responsable de campaña, para frenar los excesos logorreicos de su jefe. Dos expertos en fabricar ‘fake news’ o en llamar «hechos alternativos» a las mentiras.
Trump se instaló en el Ala Oeste con la herencia de una economía fuerte en 2016 y la mantuvo más fuerte, llegando a un 3,5% de paro, hasta el frenazo de la pandemia del covid. Su pésima gestión de esta última dejó unos costes económicos y humanos devastadores que le privaron de la reelección en 2020. Lo más parecido a las revoluciones conservadoras de sus predecesores republicanos quizá sea ahora la Conservative Political Action Conference (CPAC) del pasado febrero (cumbre anual de la ACU, un gran ‘lobby’ conservador), donde Trump avanzaba sus intenciones con un plan revanchista contra las políticas de Biden y contra sus oponentes, sobre todo en los tribunales.
Con el apoyo de la Fundación Heritage (con antecedentes reaganistas y el Tea Party) y el ‘think tank’ American First Policy Institute (AFPI), el círculo íntimo de Trump define el programa para su segunda Administración con un hiperliderazgo de la Casa Blanca frente al Capitolio y el Poder Judicial, y con una agenda económica y exterior aislacionista, basada en el mítico ‘America first’ de la doctrina Monroe. Esto último es lo que de verdad debería preocuparnos a los europeos: Trump renuncia a ser la «nación imprescindible» que reivindicaba en 1998 la entonces secretaria de Estado, Madeleine Albright; abandona el liderazgo global de su país, sobre todo en materia de defensa mundial de los derechos humanos, y opta por fotos con autócratas como Erdogan, Putin, Bolsonaro o Kim Jong-un, pensando que son como la histórica foto de Nixon con Mao en China en 1972.
Con semejantes precedentes no sería descartable que una hipotética Administración Trump buscara acuerdos con Rusia suprimiendo las ayudas económicas y militares a Ucrania, y aceptando la división del país o alguna de las reivindicaciones de Putin. A partir de ahí, la Unión Europea debería replantearse por completo su política exterior y de defensa porque cualquier acuerdo con el Kremlin incitaría a otras invasiones o agresiones rusas en Europa.
Hace unos meses, el exsecretario republicano de Defensa Robert M. Gates publicaba en la revista ‘Política Exterior’ un brillante análisis de la situación actual de Estados Unidos, titulado ‘La superpotencia disfuncional’. En él proponía un nuevo enfoque para disuadir a China y Rusia. Quizá Trump debería leerlo… y entenderlo.