IGNACIO VARELA-El Confiencial

  • El trueque de Iceta por Illa al frente de la candidatura del PSC tiene sentido si se contempla exclusivamente desde la asepsia engañosa del laboratorio de tácticas y cálculos electorales

Gatillazo: error de puntería ocasionado al ejercer excesiva presión sobre el gatillo de un arma de fuego (RAE).

Anunciar a trompetazos la candidatura del ministro de Sanidad para unas elecciones catalanas que quizá no se celebren en la fecha prevista; hacerlo en vísperas del arranque desastroso de las vacunaciones y de la archianunciada explosión de contagios posnavideños, y obligarlo a permanecer expuesto en el escaparate ministerial durante un mes de enero que podría resultar el peor de la pandemia, sometido a la incertidumbre de un calendario electoral que depende de sus rivales. Algunos pueden ver en esto una jugada maestra, pero a mí me parece una ingeniosa estupidez monclovita nacida de una arrogante desconexión con la realidad.

El trueque de Miquel Iceta por Salvador Illa al frente de la candidatura del PSC tiene sentido si se contempla exclusivamente desde la asepsia engañosa del laboratorio de tácticas y cálculos electorales. Pero al salir del tubo de ensayo, el producto tiene que resistir el contacto con el aire exterior, donde habita la realidad. Me temo que a los avezados aprendices de brujo que diseñaron la operación los deslumbró tanto su propia brillantez que se olvidaron de tener en cuenta el contexto, y, sobre todo, de medir los tiempos adecuadamente.

Es increíble —y preocupante— que quienes están al frente del aparato del Estado no fueran conscientes de que este no estaba preparado en absoluto, tras la foto de Araceli, para garantizar la vacunación masiva y ordenada de cientos de miles de personas. Nadie se ha ocupado en estos meses de planificar seriamente una operación logística de proporciones colosales. Ni siquiera los Presupuestos de Sánchez, Iglesias, Junqueras y Otegi previeron la enorme dotación económica que esta operación requerirá. Ojalá todo el tiempo y los recursos empleados en propaganda política de la vacuna se hubieran dedicado a trabajar en hacer viable su aplicación.

En noviembre y diciembre, se inoculó en la opinión pública una euforia artificiosa, jaleando la expectativa de un final inminente de la pandemia gracias a la inyección salvadora de los doctores Illa y Sánchez. Ello contribuyó —junto con la lenidad de los gobernantes— a relajar la disciplina social durante la Navidad, por la que pagaremos un precio inasumible.

Si en dos o tres semanas se comprueba que el proceso de vacunación se empantana por la imprevisión y la ineficiencia de los poderes públicos, prepárese el Gobierno para una justificada reacción iracunda del cuerpo social. Cabe recordar que estamos en pleno estado de alarma, decretado por el Gobierno de Sánchez, y que desde el primer momento este recabó para sí y para su candidato catalán el protagonismo absoluto de la ‘operación vacuna’.

Añadan a esto la oleada de contagios, hospitalizaciones y muertes que se avecina. Que ya está aquí, esperando a que emerjan las cifras resultantes del disparate navideño. Es metafísicamente imposible que la red sanitaria pública, con sus actuales recursos, pueda atender simultáneamente un desbordamiento de los contagios y la vacunación masiva de la población.

El mes de enero puede ser un infierno sanitario, con la curva del virus disparada y la vacunación colapsada. Y los genios de la estrategia monclovita pretenden tener durante todo ese tiempo a su candidato catalán saltando en la sartén hirviente del Ministerio de Sanidad. ¿Por qué? Simplemente, porque hasta el 15 de enero no sabrán si lo tienen que dedicar a una campaña electoral o, abortada esta, a administrar un nuevo confinamiento duro como el británico o como el que ya se prepara en media Europa.

No puede saberse cómo estaremos entonces en el doble frente de los contagios y las vacunas. Ni cómo evolucionarán las cosas hasta el 14 de febrero en el caso de que los independentistas decidan mantener la convocatoria. Pero parece que nada de lo que es previsible ayudará a fortalecer al ministro-candidato en ninguna de sus dos encomiendas. El día que le permitan dimitir, puede que esté quemado por el desastre o que la situación sea tan grave que resulte inconcebible abrir una crisis de Gobierno que afecte al ministerio de la pandemia. Y verlo de mítines mientras escalan los contagios y se gripa la vacunación será un chollo para sus adversarios, además de una ofensa para la sensibilidad pública.

El prestigio aparencial de Salvador Illa deriva de la degradación del debate político, que hace pasar por estadista insigne a cualquiera que no grite, no insulte y no barbarice al abrir la boca. Es cierto que Illa habla bajo y escatima los adjetivos gruesos y las astracanadas —lo que se agradece en estos tiempos—, pero ahí empieza y termina su mérito en la gestión de esta pandemia. En la fase del mando único, naufragó con estrépito tratando de hacer pasar una caja de zapatos vacía por un ministerio de verdad y a Fernando Simón por un científico riguroso. En la fase del mando transferido, su única obligación era recopilar y transmitir datos fiables y coherentes, y esta es la hora en que la información estadística española sobre la pandemia produce vergüenza y desconfianza en el mundo entero.

En su descargo, dos precisiones: primera, que a él no lo pusieron ahí para hacer gestión sanitaria, sino para encauzar la relación del Gobierno con los independentistas (la misma misión que tendrá en el Parlamento de Cataluña). Segunda, que esta crisis sanitaria jamás se ha dirigido desde el ministerio del ramo, sino desde el macrolaboratorio de consultoría política montado en Moncloa al servicio y mayor gloria de Pedro Sánchez.

En cuanto a sus capacidades como líder electoral, Illa lo tiene todo por demostrar. Quienes lo conocen aseguran que quizá podría dar el pego en una campaña relámpago que no lo pusiera a prueba, pero que si las elecciones se retrasaran, su presunto carisma difícilmente resistiría una campaña de varios meses. En realidad, dicen, es tan oscuro como parece; por eso, dicen, Iceta lo eligió como su segundo.

Con este movimiento que los exégetas consideran genial, Sánchez y sus estrategas pueden haberse metido en un lío importante. Si el virus arrecia hasta el pánico y lo de las vacunas no se desatasca pronto, en pocas semanas podrían tener un ministro abrasado y un candidato cojo. El primero en verlo ha sido Iglesias, colega en el Consejo de Ministros pero adversario electoral directo en Cataluña, que ha inscrito a los suyos en el piquete de demolición. O quizá lo de una ministra pidiendo públicamente el cese de otro ministro sea pura normalidad de coalición progresista.