ABC 09/01/17
GUY SORMAN
«A la opinión pública se la engaña constantemente, y el último ejemplo es el de Trump, que ha prometido una tasa de crecimiento entre el 4 y el 5 por ciento, lo que es técnicamente imposible y, además, no está en su mano»
UNA paradoja de la democracia es que los gobiernos piden que se les juzgue según la tasa de crecimiento de la economía, cuando resulta que tienen poca influencia, o ninguna, sobre esa tasa. El desarrollo en nuestras sociedades complejas, mercantilistas y abiertas al mundo obedece a un número casi infinito de parámetros que nadie controla ni sabe predecir, ni siquiera en el ámbito estatal. Un gobierno, si acaso, puede destruir la economía, y no faltan ejemplos. Les basta con atentar contra la propiedad privada, con cerrar las fronteras, con generar inflación mediante el gasto público, con impedir la innovación mediante normativas y con sustituir los contratos por la corrupción para que deje de haber crecimiento. Se ha demostrado muchas veces, desde la época soviética hasta la Argentina de los Kirchner. Pero aumentar la tasa crecimiento es algo muy distinto.
Equilibrios «Hay que encontrar el equilibrio entre el dinamismo económico y la paz social. Y los dos tienden a ser antinómicos, ya que la economía es eficaz, pero no necesariamente moral»
Los rusos en la década de 1920, y los chinos en la década de 1950, creían que sabían planificar el desarrollo, pero eso provocó una miseria masiva, salvo en las industrias militares gestionadas por el Estado. La Argentina peronista después de 1945, la India de Nehru tras la independencia y el Brasil militar ensayaron la autarquía y la inflación, aunque sin ningún éxito. En la década de 1970, bajo la influencia de Keynes y mucho tiempo después de su desaparición, se creyó que se podría «relanzar» el crecimiento mediante la creación de moneda y el déficit presupuestario. Por desgracia, los resultados no fueron concluyentes a largo plazo; en el mejor de los casos, las políticas keynesianas son flores de un día, como las de los Estados Unidos de Nixon, la Gran Bretaña laborista y el Japón de la década de 1980. Así, después de haberlo probado todo, los gobiernos de todo el mundo, salvo algunas excepciones exóticas, han optado por el mercado libre más o menos regulado.
¡Que no vengan a decirme que la economía no es una ciencia! Por muy imperfecta que sea, avanza, y lo hace según métodos científicos: los economistas elaboran teorías, estas se prueban –desgraciadamente con pueblos cobayas y no en laboratorio– y se aprenden las lecciones de estas experiencias. Pero los resultados, por muy concluyentes que sean, no convencen a todo el mundo al mismo tiempo, porque la ciencia económica, en este aspecto, no es una excepción. Transcurre un cierto tiempo desde que se obtienen las pruebas hasta su aceptación general. Los más oscurantistas respecto a esto son los que más tienen que perder: los dirigentes políticos y sus gurús. Estos, como en «Chantecler», la famosa obra de teatro de Edmond Rostand, cuyo protagonista es un gallo, creen que cantando hacen que salga el sol, hasta la mañana en que Chantecler se levanta tarde, descubre que el sol ha salido sin él y se suicida. Nuestros gallos de ministerio, que nunca renuncian a su corral, fingen ignorar, o ignoran realmente, que el sol económico sale y se pone sin ellos.
A título de recordatorio, señalaremos que los principales motores del crecimiento son el éxodo rural y la innovación. Si tratamos de comprender el fuerte crecimiento de Europa en el siglo XIX, o después de 1945, y recientemente el de Asia, este se debe principalmente a los movimientos de población del campo a la ciudad, porque el campesino que se convierte en obrero aumenta su productividad. Cuando el éxodo rural termina, el crecimiento disminuye y nunca vuelve a alcanzar las cifras anteriores. La innovación, en cambio, es permanente, y es aquí, solo un poco, donde los gobiernos pueden intervenir: ¿dejarán que actúe la «destrucción creadora» – se abandona lo antiguo y se opta por lo nuevo– o no? El arbitraje es cruel porque, en democracia, hay que encontrar el equilibrio adecuado entre el dinamismo económico y la paz social. Y los dos tienden a ser antinómicos, ya que la economía es eficaz, pero no es necesariamente moral, o en cualquier caso no a corto plazo.
Creo que más o menos el 99 por ciento de los economistas no cuestionan lo anterior. Pero ¿lo saben la clase política y los gurús mediáticos? Eso es más dudoso. Esta brecha entre el conocimiento y el desconocimiento es el terreno de juego electoral preferido de los partidos políticos, lo que es muy lamentable. A la opinión pública se la engaña constantemente, y el último ejemplo hasta la fecha es el de Donald Trump, que ha prometido a los estadounidenses una tasa de crecimiento entre el 4 y el 5 por ciento, lo que es técnicamente imposible y, además, no está en su mano. El malestar en la democracia, la frustración de los pueblos y el aumento de la demagogia llamada populista generan este ambiente de mentiras. No podemos quejarnos del auge del populismo y al mismo tiempo mentir a los votantes sobre lo que el Gobierno –y la oposición– puede o no puede hacer. ¿La alternativa? Sería la pedagogía, pero ¿se puede ser elegido y reelegido impartiendo lecciones de realismo y de modestia? No lo sabemos, porque nadie lo intenta; hacer que salga el sol es más atractivo, hasta la mañana en que nos levantamos demasiado tarde.