Cristian Campos-El Español

Altos cargos del Gobierno repiten desde hace meses en tertulias y entrevistas la idea de que el Poder Judicial debe reflejar la mayoría votada por los ciudadanos en las elecciones porque su legitimidad «nace del pueblo». Eutanasiado Montesquieu, la barbaridad es repetida luego por los periodistas al servicio de Moncloa. Quiero pensar que por analfabetismo jurídico, la menos preocupante de las opciones (las otras son peores).

Nadie puede decir, en cualquier caso, que no estén avisando de lo que pretenden. Porque está ahí, a la vista de todo el que tenga ojos para ver y oídos para oír.

Se amparan para ello en el artículo 117 de la Constitución, que dice que «la justicia emana del pueblo». Olvidan, claro, la segunda parte del artículo: «y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley».

«Independientes… y sometidos únicamente al imperio de la ley».

La idea de que los jueces han de reflejar y ejecutar la ideología del Gobierno desde los tribunales es un disparate predemocrático que sería calificado de dictatorial si saliera de la boca de Jair BolsonaroViktor Orbán o Donald Trump. En la España de 2022, esa idea es defendida por el Gobierno con una soberbia rayana en la jactancia. En la cosmovisión del Gobierno, dictatoriales son los que se oponen a esa barbaridad.

Contaba el historiador Enric Ucelay-Da Cal en 2018 que la característica más distintiva del fascismo es la chulería. «Lo que marca el fascismo es el desacomplejamiento» decía. «No hay otro movimiento político en el siglo XX que asuma sin rubor, como lo hace el fascismo, su propia demonización». Claro que Enric Ucelay-Da Cal no había vivido aún los años de gloria de este Gobierno. Un Gobierno que apela a la UE cuando pretende cambiar la ley en favor de un puñado de golpistas, pero que la aparta de un manotazo cuando esta le pide aflojar el yugo sobre los jueces.

La pregunta es para qué necesita Sánchez unos jueces que apliquen su programa si ya controla el Ejecutivo y el Legislativo, es decir los poderes del Estado que elaboran las leyes que luego aplicarán esos magistrados. Y la respuesta es evidente. Porque incluso el margen interpretativo de los jueces, por no hablar de los principios generales del derecho, implican un margen de incertidumbre intolerable en los planes del Gobierno.

Está fallando Alberto Núñez Feijóo a la hora de transmitir la gravedad de lo que está ocurriendo en España. Un par de tuits y un recurso de amparo o de inconstitucionalidad, que en un Tribunal Constitucional controlado por Sánchez están condenados a languidecer hasta su desechamiento, no son ni por asomo la respuesta que los españoles esperan de alguien que aspira a presidir el Gobierno.

Se equivoca también Feijóo si cree que lo que está hoy en juego es el resultado de las elecciones de 2023. ¿Qué cree que ocurrirá si el PP gana los comicios en un país en el que se ha derogado el delito de sedición, en el que se ha rebajado el delito de malversación, en el que los sindicatos han sido excluidos del delito de desórdenes públicos y en el que el Constitucional y el CGPJ están en manos de Sánchez?

¿Acaso no se da cuenta Feijóo de que la rebaja penal de la malversación sin lucro personal abre la puerta a que el dinero público sea empleado por los nacionalistas en desestabilizar al Gobierno que salga de las urnas?

¿Con qué armas se enfrentará Feijóo a una nueva intentona independentista si no cuenta con el Código Penal? ¿Si los sindicatos, como en la saga cinematográfica de La purga, tienen carta blanca para actuar libremente en las calles?

Alberto Núñez Feijóo tiene un grave problema de credibilidad, heredado de Mariano Rajoy, y sus cuatro promesas de ayer viernes parecen muy insuficientes frente a la superioridad armamentística del rival.

Los recursos de inconstitucionalidad tendrán corto recorrido en un Constitucional controlado por el PSOE. La resolución de esos recursos, además, podría llevar años.

Recurrir a la UE demuestra su incapacidad para lidiar con los problemas por sí solo. Denunciar a Sánchez frente a la UE tiene además, como en el caso anterior, unas raquíticas posibilidades de éxito. En primer lugar, porque la UE parece mucho más preocupada por el asalto al Poder Judicial de los Gobiernos de derechas húngaro o polaco que por el de un Gobierno de izquierdas como el de Sánchez.

En segundo lugar, porque Sánchez cumple a rajatabla con los dogmas ideológicos de la UE de hoy: cambio climático, transición energética, feminismo, euro digital. Difícilmente tomará Bruselas medidas contra Sánchez cuando su imagen en Europa es impoluta.

El tercer y el cuarto punto suplican crédito a unos electores que ya no confían en las promesas del PP. Porque si por algo se han caracterizado los populares es por una genética conservadora que les ha impedido, cuando han llegado al poder, derogar ninguna de las medidas de los Gobiernos socialistas que les han precedido en el cargo.

No lo hizo José María Aznar, no lo hizo Rajoy, y muy difícilmente lo hará Feijóo, que no es un revolucionario, sino un pragmático, y que se enfrentará a problemas estructurales cuya solución implicará una refundación de la arquitectura constitucional española.

En una sociedad dividida entre aquellos que sólo aspiran a que les dejen en paz y aquellos que aspiran a imponer su santa voluntad por lo civil o por lo criminal el resultado no tiene vuelta de hoja. Si el PP, con los sondeos remando a favor y teniendo frente a él al Gobierno más extremo en 40 años de democracia, no logra ni siquiera transmitir una mínima sensación de emergencia, ¿cómo pretende ganar las elecciones dentro de un año, cuando todo esto haya caído en el olvido?