J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 08/06/14
· No hay nada substancial en el diseño constitucional de 1978 que deba ser corregido.
Eso es lo que me pregunta mi amable director. ¿Qué reflexión te merecen los sucesos que se nos amontonan en la política nacional? ¿Coincides con la sensación generalizada de que son síntomas del agotamiento de un tiempo político y de la apertura de una nueva etapa en el discurrir de la democracia española? Y ¿cómo sería esta nueva etapa?
Lo cierto es que, como advertía el clásico latino, a una cierta edad no toca ya al hombre hacer de augur del futuro porque su propia senectud le inhabilita para ello. Lo que sí le cabe, quizás con algún provecho para los demás, es revisar el tiempo pasado, su propio pasado, para entender mejor la estructura del proceso que nos ha traído donde hoy estamos. Y, desde esta perspectiva es desde donde se escriben las siguientes líneas, precisamente porque creo que el análisis que efectúan los nuevos actores políticos que comparecen hoy en la escena política española contiene notables errores de diagnóstico. Dicho de otra forma, que mal empezamos un proceso de recambio institucional o personal si arrancamos de un diagnóstico erróneo sobre la naturaleza y las causas de las averías (serias averías sin duda) de la institucionalidad presente.
Verán, empecemos por la tan traída y llevada ‘transición política’, aquel proceso histórico del que derivó la democracia que hoy vivimos. Hoy se añora el espíritu de pacto y consenso que la dirigió, y se reclama un nuevo consenso y un nuevo contrato social para unas nuevas generaciones. Y, sin embargo, se ignora o se percibe como negativo el hecho fundamental que hizo posible (más que posible, lo hizo inevitable) el consenso de aquella época. Que fue, me atreveré a decirlo, el hecho de que existían unos límites fácticos inapelables a lo que en aquel momento se podía hacer: como eran el peso del recuerdo muy vivo de la guerra civil, la necesidad de no volver a repetir el enfrentamiento, la vigilancia muy estrecha de las fuerzas armadas, la necesidad de la derecha de borrar un pasado ignominioso, la impotencia de la izquierda para ‘dar la vuelta a la tortilla’, etcétera.
Bien sé yo que hoy en día se consideran todos estos hechos como constricciones insoportables de un proceso democrático, se ven de una manera globalmente negativa, se tildan de estigmas insoportables de la democracia que se puso en marcha en 1978. Me parece una visión superficial y presentista. Precisamente porque desconoce el enorme valor que poseen los límites externos para el desarrollo de un proceso de cambio democrático. Esos límites pueden ser en sí mismos negativos o ignominiosos, es lo de menos, lo importante es que existan y actúen como moderadores de una voluntad democrática que, de otra forma, se consumiriría a sí misma en un proceso vertiginoso.
La historia es una demostración continua de que la ‘hybris’, como denominaban los griegos al exceso de cualquier bien o valor, conduce al fracaso en la convivencia. ‘Nada en demasía’ era el oráculo de Delfos. Por eso los límites a la voluntad humana son tan necesarios, por indignantes que resulten a quienes sólo quieren ver el valor de la libertad del pueblo para decidir sin constricciones su futuro.
Citaré a dos clásicos del pensamiento conservador para apuntalar esta idea seminal de que el éxito de la transición democrática española radicó precisamente, por mucho que nos disguste, en su sujeción a los límites muy estrechos a que la sometían la historia y los poderes fácticos existentes. Leszek Kolakowski escribió que debe siempre tenerse en cuenta a la hora de evaluar un avance en la historia humana que «los bienes o las bondades se autolimitan o anulan entre sí, por lo cual no los podemos gozar plenamente al mismo tiempo (no es posible una sociedad que maximice la igualdad y la libertad a la vez, la seguridad y el progreso, la planificación y la autonomía personal)».
En cambio, ominosa advertencia del filósofo polaco, las innumerables maldades sí son compatibles y las podemos soportar de manera inclusiva y simultánea: es posible, ¡vaya si lo es!, un régimen sin libertad, sin igualdad y sin justicia. O, tal como lo decía Cánovas, el arquitecto de la prototransición del siglo XIX, «la política es el arte de practicar en cada época histórica aquella parte del ideario político que las circunstancias hacen posible».
Pues bien, es en este sentido que veo con preocupación la deriva voluntarista de nuestros hodiernos profetas políticos y me pregunto: ¿cuáles serán sus límites, cuando arrancan precisamente de la negación de toda constricción ajena a la voluntad popular, cuando perciben la propia institucionalidad democrática liberal como un límite que hay que asaltar y saltar? Naturalmente que al final a todo proyecto se le impone siempre el principio de realidad, como recordaba el siempre admirado Daniel Innerarity hace poco. Pero en tanto ello sucede, el proceso político y la convivencia pueden deteriorarse mucho. Pero que mucho. Piensen en Maduro. El rechazo indignado a los límites, la reivindicación del poder constituyente de la voluntad popular instantánea y actualizada en cada momento, el someter el mundo al previo consentimiento, ideas que están influyendo incluso en partidos hasta ahora más centrados, son sencillamente datos preocupantes. No es por ahí por donde se va al futuro.
Otro error de diagnóstico, para mí muy claro. No hay nada substancial en el diseño constitucional instaurado en 1978 que deba ser corregido, y quienes reclaman un cambio constitucional como panacea de nuestros males se equivocan y distraen al personal (ya apuntó Darehndorf que cuando los políticos no saben qué hacer se ponen a hablar de cambiar la Constitución). Sencillamente dicho: las averías del presente (insisto, graves averías) no las ha causado el diseño institucional sino el comportamiento de los actores políticos a lo largo de los años. Cambiar las leyes sin cambiar los comportamientos es tarea fútil. Y no hablo de cambiar las personas, como el superficialismo renovador proclama: no es cambiar de Rey, ni de secretario general, ni de presidente de nada.
Es cambiar los comportamientos de los actores políticos, más allá de su personificación. De todos los actores: ante todo de los partidos políticos, cuya desmesura ha causado los peores daños al sistema. Pero también de las instituciones, cuya falta de independencia ha sido en general clamorosa. Y de la sociedad civil, que se ha dejado clientelizar y patrocinar con sumisión lacayuna. Por eso veo con preocupación la absoluta carencia de conciencia autocrítica de todos los actores políticos, que prefieren achacar los males a las concretas personas o los agotamientos del sistema antes que afrontar el verdadero problema: ¿por qué nos hemos desviado tanto del modelo democrático y cómo podríamos cambiarnos para volver a adecuarnos a sus exigencias? Lo demás, mucho me temo, son sucesos muy noticiables para la opinión pero auténticas zarandajas para lo importante.
Lo dijo ya un inglés cuyo nombre no recuerdo ahora: «hablar sobre personas, en lugar de sobre cosas o ideas, es la forma más degradada de una conversación».
J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 08/06/14