José Luis Zubizarreta-El Correo

  • La excepcional circunstancia en que se renovó el Concierto vasco no permite otorgárselo a una comunidad en exclusiva sin generalizarlo a las demás

Alos viejos, las innovaciones nos traen recuerdos. Unas, por semejanza; otras, por contraste. Lo que está tratando de hacer el Gobierno con el asunto de la financiación territorial, a raíz del acuerdo entre el PSC y ERC para investir a Illa y asegurarse su propia continuidad, a mí me recuerda la frase que Alfonso Guerra pronunció durante la primera legislatura de Felipe González: «Cuando dejemos el Gobierno, a España no va a reconocerla ni la madre que la parió». Y, en verdad, las legislaturas de González fueron fecundas en cambios y lograron alinear el país con sus vecinos europeos tras la larga excepcionalidad hispánica. Pena que el tramo postrero emborronara los logros del período.

Pese a ello, la creación del servicio universal de salud, la tan dolorosa como necesaria reconversión de una industria obsoleta y poco competitiva, el ingreso en la Comunidad Europea y hasta la valiente rectificación de someter a referéndum la permanencia en la OTAN, sustituyendo el «de entrada, no» por un rotundo «sí», supusieron hitos meritorios que jalonaron sus cuatro legislaturas. Conviene además señalar que esas iniciativas no obedecieron a caprichosos intereses coyunturales, sino que fueron diseñadas en pos de fines comunes bien meditados y debatidos, y ganadoras, por ello, de consensos que les garantizaron aceptación y permanencia. España había comenzado a ser un país distinto. No sólo se hicieron cosas, sino que, contra nuestra inveterada costumbre, se hicieron siguiendo las pautas que la prudencia política enseña. Con todo, el país cambió sin dejar de ser el mismo. Su madre aún lo reconocería.

Es precisamente el modo de hacer que hoy se ha instalado en la política, a bandazos y volantazos, con arbitrariedades explicadas con medias verdades y abiertas mentiras, más que los propios hechos, lo que ha creado desasosiego y suscitado incertidumbre sobre la identidad del país que se está construyendo. Así, la extensión a Cataluña del modelo concertado de financiación, que con razón se ha comparado con el Concierto vasco, ha sumido la política del país en el desconcierto. Hasta el punto de que, oído el silencio que lo ha acompañado, parecería que sólo los viejos parecemos recordar por qué se hicieron las cosas que se hicieron y que el presente nos evoca. Conviene traerlas a la memoria.

Nada se ha oído del carácter absolutamente excepcional de la aprobación del Concierto vasco. Se ha dado en creer que se trató de una ocurrencia que la Constitución ideó, resucitando una antigualla con la que apaciguar –se ha llegado a decir– la violencia que sacudía a Euskadi. Nadie menciona que el Concierto era ya en 1978 una institución arraigada que se había instaurado, justo cien años antes, tras la abolición de los Fueros a raíz de la última Guerra Carlista y que, desde entonces, no dejó de existir ni durante la Restauración ni con la Dictadura de Primo de Rivera ni con la ‘Dictablanda’ de Berenguer ni con la II República ni con la Dictadura de Franco. Sólo éste, a los cuatro días de la toma de Bilbao, dio rienda suelta a sus ansias de venganza y lo suprimió en Gipuzkoa y Bizkaia, por su condición de provincias traidoras, y lo mantuvo en Navarra y Álava, por su lealtad al Alzamiento. Se trató de un acto de guerra que la democracia no podía no reparar, por lo que volvió a reconocer el modelo concertado como el statu quo en que los territorios vascos están en España o, si se prefiere, son España. Tan es así, que de los derechos históricos que la CE «ampara y respeta», el del Concierto es el único de cierta sustancia que, pese a haber sido derogadas las leyes de 1839 y 1876 que los limitaron o abolieron, ha sobrevivido en las más diversas circunstancias. Y no pasa de ser un rumor no documentado lo de que Cataluña lo rechazara para sí, toda vez que nadie con autoridad se lo ofreció como alternativa.

Esto es lo que otorga al Concierto un status de excepcionalidad que lo hace inextensible a otro territorio particular por intereses coyunturales y a riesgo de desquiciar toda la estructura institucional del país. Poco es inmutable en el entramado político de un Estado, pero cualquier mutación sustancial ha de contar con el conocimiento y la connivencia de una ciudadanía informada y obedecer a un diseño estudiado y transparente, llevado a cabo sin los trucos que a ningún aprendiz de brujo le está permitido emplear en pos de satisfacer sus ambiciones. ¡Cuarenta años ha debido esperar Alfonso Guerra para ver cumplida su profecía de un país que ni la madre que lo parió podría reconocer!