YA NO LLUEVE EN ERMUA

ABC-IGNACIO CAMACHO

Aquella «lluvia violenta y salvaje» que nos heló el alma ha escampado. Bildu preside una comisión de Derechos Humanos

NO había en el año mejor día que el aniversario del crimen de Miguel Ángel Blanco para que las Juntas Generales de Guipúzcoa entregasen a Bildu la presidencia de una comisión de Derechos Humanos. Con el voto a favor, por cierto, de un juntero del PP que inexplicablemente aún sigue en el cargo, porque si tuvo un despiste es un inútil y si lo hizo adrede, un villano. Pero ése es sólo un aspecto colateral de un caso que demuestra la vileza que suele gastar el nacionalismo vasco. El PNV es un partido que los días impares da ejemplo de responsabilidad y criterio sensato mientras los pares se desquita sacando sus demonios más innobles del armario. El jueves le tocaba, como en aquellos tiempos de plomo de Estella, pactar con el diablo rescatando las peores inclinaciones de su pasado para humillar a las víctimas del terrorismo con un guiño macabro. Ninguna fecha resultaba más adecuada para ello que la efeméride del más célebre de los asesinatos, el que provocó aquella sacudida unánime de repugnancia y hartazgo que hoy parece sólo el eco remoto de un sentimiento apagado. Así queda bien claro quién va a escribir, y cómo, la memoria oficial del holocausto. Y que la pintura blanca de tantos millones de manos ha servido al final para enjalbegar el relato, diluir culpas y disimular el triunfo moral de los malos.

Hace dos décadas, en una comisión similar presidida por Iñigo Urkullu en el Parlamento autonómico, se sentó muy campante Josu Ternera junto a otros terroristas en excedencia como Arnaldo Otegi y Jon Salaberria. No había transcurrido ni un trienio del Espíritu de Ermua. Fue una gran idea: dos de los tres desertaron de sus escaños para regresar a la actividad carnicera y el tercero acabó en la cárcel como testaferro legal de ETA. Ahora se repite la historia de forma menos cruenta, con el objetivo de integrar en las instituciones a los que la banda señaló para administrar su herencia. Entre las canalladas que Otegi dijo hace poco en la tele con desnuda crudeza –ya saben, aquello del derecho a causar daño y otras bagatelas– destacó la naturalidad con que explicó que ya no les hacía falta la violencia. Es decir, que su proyecto de supremacía étnica continúa sin necesidad de descerrajar a muchachos con las manos atadas dos tiros en la cabeza. Sin arrepentimiento, sin colaboración con la justicia, sin mala conciencia; desde cómodos sillones oficiales en los que instalarse a redactar a su manera –y con tu dinero– las actas de su propia historia sangrienta.

Nada, o muy poco, queda de aquel lejano calambrazo democrático; apenas un protocolo memorial cada vez más vacío y rutinario. La «lluvia violenta y salvaje» de la canción de Carlos Goñi, el chaparrón de infamia que nos heló la médula y nos rebeló el alma, ha escampado. Si te sientes mojado no mires para arriba: es que te están meando encima en nombre de los derechos humanos.