José María Ruiz Soroa-El Correo

Las administraciones públicas y sus funcionarios no están haciendo en esta crisis sino aquello para lo que fueron instituidos y por lo que son pagados

Es lógica hasta cierto punto esa retórica hoy omnipresente que convierte en héroes a todos los que hacen algo, que proclama sin cesar que ‘somos un gran país’, que tenemos una sanidad pública excelsa, que prorrumpe en aplausos ante sus servidores, y así. Hay que enardecer al personal, qué duda cabe, pero corremos el riesgo de caer en un cierto desbordamiento empalagoso y -lo que más relevante- de alimentar un clima de algo que podríamos denominar como ‘cultura estatista’. Si se escucha el coro, no parece sino que la crisis que vivimos demostraría por fin la superioridad de lo público sobre lo privado, del Estado sobre el mercado, de lo colectivo sobre lo individual. Una mercancía ideología muy rancia y averiada, pero es la que ofrece el relato que ya se está escribiendo.

Por eso, digámoslo claro desde el principio: el Estado está ahí precisamente para hacer lo que está haciendo, para atender a una guerra o una calamidad colectiva. Las administraciones públicas y sus funcionarios no están haciendo sino aquello para lo cual han sido instituidos y por lo cual son pagados. Están para eso y no hay nada especial ni heroico en su conducta, dejando de lado casos personales específicos.

Incluso en la teoría más extremosa del neoliberalismo se admiten ciertas funciones para el Estado por mucho que se adore al mecanismo del mercado. Y la primera de ellas -pueden verlo tanto en Nozick como en Hayek- es la de actuar como gran mecanismo de seguro en caso de una calamidad o catástrofe públicas que dislocan por completo el mercado y que exceden de la capacidad de reacción de los individuos aislados o las empresas privadas. En ese sentido, el que sea el Estado el que ahora actúa como proveedor único de seguridad, de cuidado, de autoridad y de curación no es algo que demuestre una superioridad intrínseca del Estado sobre el mercado, sino simplemente que el Estado funciona para aquello que es su cometido mínimo.

No toca por ello caer en una admiración boba ante el comportamiento del sector público en la gestión de la pandemia. Una cosa es aplaudir a las personas y otra muy distinta es creer que la autoridad pública nos está dando algo más de lo que tenemos derecho a exigir de ella.

Yendo a lo más concreto, el hecho de que el Estado esté asumiendo su papel no significa que nuestro juicio crítico sobre cómo lo está haciendo deba quedar en suspenso. Aquí hay un riesgo político evidente en el comportamiento de nuestro Gobierno. El riesgo de que con la exhibición de todo lo que la Administración está haciendo se pretenda embotar nuestro juicio acerca de cómo lo hace: bien, mal o regular. Sorprende escuchar a nuestro logorreico presidente del Gobierno que «asume toda la responsabilidad por las acciones públicas», cuando en realidad esa responsabilidad no es que la asuma graciosamente, sino que recae en él indefectiblemente, quiera o no. Sorprende escucharle que «no perderá un segundo en responder a críticas de otros partidos» cuando es bastante obvio que la urgencia y la necesidad públicas no le eximen de atender críticas razonables y quejas de este o aquel sector o territorio.

Dejando de lado al Gobierno y volviendo al clima cultural rampante de estatismo, conviene recordar con la mejor teoría económica institucionalista que la capacidad de los estados es mucho más importante que su tamaño. Hay estados que recaudan mucho porcentaje del PIB, son muy grandes y burocratizados y, sin embargo, muy incapaces para administrar con habilidad los problemas de sus sociedades. El tamaño no garantiza la capacidad. Un ejemplo, Corea del Sur: recauda el 35,3% de su PIB como ingresos públicos (España el 37,9%, Italia el 46,5%); dedica a protección social el 6,6% del PIB (España el 16,6%); dedica a sanidad el 4,3% del PIB (España el 6%). ¿Es Corea un Estado menos potente que España o Italia a la hora de controlar la pandemia? Más Estado no es lo mismo que Estado más capaz. Y no es sólo cuestión de culturas societales diversas, hay cuestiones de eficiencia implicadas.

La Ilustración escocesa revolucionó al mundo observando aquello de que el carnicero no nos atiende por benevolencia, sino porque ello es de su interés. Bueno, pues hoy convendría tener en cuenta, en simetría, que el Estado no nos cuida porque sea heroico sino porque para eso lo instituimos y lo pagamos. Porque lo que es seguro es que nos encaminamos a un cierto desastre social, pero lo que produzca de bueno o de malo ese desastre depende mucho de cómo escribamos ahora el relato que millones de confinados trémulos nos escuchan. Nunca tuvimos un público tan atento y tan maleable. Cuidado.