Eduardo Uriarte-Editores

Si mis antiguos camaradas de ETA no consiguieron echarme de Euskadi me temo que el sanchismo me va a echar de España. Antes quedaba el consuelo de pasar el Ebro y hablar con libertad, hoy a los de antes se suman los correctos adoradores de Sánchez y me dicen lo mismo que me empezaron a decir los que al final fueron a por mí: “¡Cómo se te ocurre escribir eso!”. Empiezan como el padre Cucharón y acabas mirando debajo del coche. Esperemos que no sea así, pero lo que ya es, es la imposibilidad de expresarte libremente, recuerda demasiado el ambiente, nunca desaparecido del todo, de los años de plomo en Euskadi.

Tampoco me consuela lo que mi admirado Félix de Azua dice, que si aguantamos a Franco podemos aguantarle a este. La verdad es que yo no lo aguanté, y mi rebeldía fue errática y me paso la vida arrepintiéndome de la manera que tuve de no aguantarlo. No sé si con este voy a tener paciencia y me acabe yendo a Portugal. Pero ya vale de lamentarse, y lo mejor es empezar por lo que tenemos delante, este gran obstáculo para volver a la convivencia política, convivencia que significa que el otro cuente contigo, y mucho mejor es que apenas nos demos cuenta que el otro es otro.

Nuestra miope derecha debe admitir que la cultura, y la cultura política principalmente, está erigida por la izquierda populista, conjunto que va desde el PSOE a Junts, es decir, el coro apoteósico de la abadía Frankenstein. Las reglas del juego las marca ella, ya no cuenta, y a los hechos podemos remitirnos, ni leyes ni Constitución. Si se pactó con Otegi se puede con Puigdemont, si hay que mutar la Constitución para eso está Conde-Pumpido.

Memoria Histórica, Memoria Democrática, exhumaciones de generales, acusación de fascista a todo aquel personaje conservador que se le encapriche a cualquiera, como el caso del almirante Topete, el marqués de Comillas, o el almirante Cervera (en Bilbao quitaron la calle del que la liberó, Espartero, y ese sí que era líder del partido Progresista, y dejaron la del que la bombardeó). Y tales aberraciones se pueden hacer desde la superioridad moral de ser la víctima, izquierdas y nacionalistas, de la rebelión militar contra la República, aunque antes se rebelaran contra ella, en el 34, izquierdas y nacionalistas. Esa superioridad se ha impuesto, al fin y al cabo el PP y Vox nos querían devolver cuarenta años atrás en estas elecciones. Las derechas son culpables y con ellas nada hay que hacer. Cosa que se debiera ir entendiendo. Y el avance de progreso es esto.

También entender que a la juventud y a la inmigración nacionalizada, que vota, les importa un pito el deterioro institucional, la secesión de media España, el indulto a los sediciosos, la negociación con los herederos de ETA, y, ahora, con los prófugos. Ellos viven al día, comparten piso, que sólo puede subir la renta un tres por ciento, aunque apenas haya donde encontrar un piso nuevo en alquiler, los cien o sesenta euros más son todo un mundo para ellos gracias  al incremento del salario mínimo, aunque no se piense qué repercusión puede tener en la oferta de trabajo en la industria o en  la mano de obra en general cuando acabe la temporada estival. Lo de las pensiones, ni la deuda, tampoco les preocupa hasta cuando estalle. Y para colmo, el inmigrante. preñado de antiespañolismo tras el nacionalismo populista recibido en su patria de origen, encuentra en la derecha la representación de España. Y dice Bolaños, ahora sí, que nos marchemos de vacaciones.

A la gente, sobre todo a la gente sin criterio, le gusta ir con el ganador, y, para colmo, los desencuentros entre Vox y el PP no facilitaban encontrarles como tal. El desencuentro ha sido mayúsculo, empezando por las declaraciones de la señora Guardiola que eran idénticas a las que podría haber dicho nuestra dicharachera ministra de hacienda, mientras Vox, de hipérbole en hipérbole, iba exagerando en sus mensajes electorales de la forma más reaccionaria sus mensajes más reaccionarios dándole coartada a Sánchez sobre los males que pudiera traer la derecha si ganaba. El problema es que nuestra derecha no supo digerir la victoria en las autonómicas y municipales, y empezó, cual los carlistas antes de entrar en Madrid en 1835 a disentir entre ellos. Al final no entraron.