José María Ruíz Soroa-El Correo
Los progresistas gustan de oponer a cualquier sentimiento nacional español la justicia y los derechos sociales, como si fueran incompatibles. En Europa no lo son
Se imaginan a un político español, sobre todo si es progresista o de izquierdas, pronunciando la frase del título? ¿Verdad que no? ¿Verdad que es impensable tal cosa? ¿No es cierto que el más claro signo de identidad de los españoles que se tienen por modernos radica precisamente en su negativa tajante a admitir algo así como que experimentan una emoción hacia su colectividad nacional? Precisamente por eso, quien pronunció hace pocos meses esa declaración de amor no fue un político español, sino uno catalán e independentista, una persona que exhibe sin falso pudor sus sentimientos: fue Oriol Junqueras ante la Sala II del Tribunal Supremo. Sólo quien se siente ya extranjero puede manifestar su sentimiento de amor a España. A los nacionales les está vedado.
La manifestación pública de un sentimiento de comunidad de afecto con los españoles está reservado, entre nosotros, a las clases más populares y a los grupos políticos más extremosos. Hablar de amor a España sitúa al interlocutor de inmediato, a los ojos de un progresista, en el facherío, la cutrez, el ruralismo o la señora con pantuflas y bata. El progresista gusta de oponer a cualquier manifestación de sentimiento nacional español (si es periférico es otra cosa, entonces queda embobado) una oposición excluyente. La patria, nos dirá raudo, es la justicia, la libertad, los derechos sociales, la paz, el progreso, las personas de carne y hueso. Esa es la nación y la España que ellos apoyan, no la cutre de las banderas, de la historia común o de la emoción. Es decir, construyen una teórica oposición binaria, un dilema, entre dos formas de relacionarse con la nación española, la de las virtudes cívicas por un lado y la de las emociones por otro. O la justicia social o las banderas, tertium non datur. Como dijo el inolvidable alcalde Iñaki Azkuna en una polémica sobre banderas: «a los ciudadanos les preocupan las aceras, no las banderas».
Bueno, pues no: es bastante patente que el dilema no existe en la realidad de las personas, que la patria cívica no excluye a la de identificación emocional. Que se puede participar de ambos componentes, el cívico y el emocional, sin ningún problema de coherencia ideológica. Que uno puede desear con todas sus fuerzas que su sociedad nacional sea más próspera, más solidaria, más equitativa (más aceras), y a la vez sentirse emocionalmente identificado con las personas que la forman por compartir una historia, un paisaje, unas vivencias, una lengua (más banderas).
Es más, esta conjunción de virtud cívica y amor patrio es lo normal en Europa en cuanto se pasan los Pirineos. A un francés le sonaría ciertamente raro, pero de verdad raro, que le exigieran optar entre la Francia republicana y la Francia de Notre Dame. Le caben todas en su espíritu. E igual le pasa a un nacionalista catalán, vasco o gallego. El dilema excluyente es una peculiaridad del sector cultivado de nuestra ‘inteligentsia’ y de nuestra política hispanas. Sólo pasa aquí. Y deriva probablemente de un nivel de autoestima nacional deplorable. Vean: España es la única nación del mundo, que yo sepa, en que la frase «en este país» o «qué país» se usa siempre para señalar algo negativo. Una inveterada forma de hablar que lo dice todo.
La práctica por la izquierda del dilema excluyente de la identificación sentimental alcanza sus cotas intelectuales más altas cuando se recurre a las ideas de «patriotismo constitucional» o «republicanismo cívico» como forma de construir la nación. Sternberger o Habermas propusieron estas ideas con indudable razón (y yo las subscribo plenamente) pero de una manera estrábica. Se olvidaron de que la nación, además de una comunidad cívica de valores, es también un sentimiento de proximidad imaginada con ciertos otros, y que sin esto último lo primero no funciona. Vamos, que como es patente, aun coincidiendo en los valores cívicos, resulta al final que ellos son alemanes y yo soy español; luego la nación es algo más que virtud, y ese algo no tiene por qué ser malo por definición.
Cuando la izquierda española incurre en ese dilema excluyente se está condenando a un permanente complejo de inferioridad ante los sentimientos nacionales competitivos con el suyo. Esto se aprecia bien en el País Vasco desde antiguo, trátese de los antiguos socialistas o comunistas (ya Zugazagoitia en 1937 comentaba asombrado al visitar Bilbao cómo sus correligionarios habían asumido los hitos esenciales de la construcción nacional vasca), trátese de los modernos podemistas a los que no se les caen de la boca los derechos históricos, el pueblo, la lengua y demás parafernalia. Hay mucho de electoralismo, claro, hay que vender alguna rosca, pero en el fondo hay mucho de acomplejada falta de estima.
Por el otro lado, ese comportamiento de la izquierda para con el sentimiento nacional español es lo que provoca la huida masiva de quienes lo experimentan hacia opciones políticas de derecha o extremaderecha, el único lugar donde puede manifestarse sin complejos. El nacionalismo desagradable de Vox y similares lo ha creado, en gran parte, un comportamiento suicida de la izquierda que no ha hecho el menor esfuerzo por integrar en sus ideales un sentimiento nacional de tipo liberal y abierto. Cuando durante varios años se ha machacado a los españoles con una lluvia inmerecida de oprobio y menosprecio, la falta de reacción protectora por parte de esa izquierda es la que ha provocado la huída de muchos hacia Colón. Se les ha obligado a optar cuando, en puridad, no existía dilema alguno. Hábil táctica: ahora tenemos un problema más, el del nacionalismo hirsuto e híspido. Fastuoso.