ARCADI ESPADA-EL MUNDO
El procesado Cuixart dirige Òmnium Cultural, una sociedad que fue fundada, entre otros, por dos hombres interesantes. Uno era el empresario Joan Baptista Cendrós. No tenía problemas a la hora de definirse: «Yo soy un fascista catalán». A sus interlocutores franquistas –Òmnium fue fundada en 1961– la matización del gentilicio siempre les dio mucha confianza. Ya había entonces mucho tercerista. El otro era Félix Millet Maristany, uno de los principales catalanes de Burgos, alistados en el bando franquista, que luchó con pleno éxito contra la República. Recordándolos comprendía los insistentes paralelismos que el procesado estaba haciendo entre la dictadura y la democracia: Òmnium vivió entonces como vive ahora: sojuzgado y perseguido. Por fascista y por catalán. Y resistente siempre. Solo hay que recordar con qué ejemplar firmeza aquellos catalanes de Burgos le negaron el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes a otro catalán de Burgos, de nombre Josep Pla.
El procesado Cuixart se inscribió ayer con orgullo en esta tradición. «Hoy como ayer», iba repitiendo. Y lo repetía, por cierto, con una deliciosa lengua coloquial que iba insertando a cada poco un hòstia i,hasta un hòstia, hòstia, y ya no sé si fueron figuraciones mías, pero juraría que hasta un redondísimo collons le oí, y eso que no podían usar la lengua propia. El espectáculo lo interrumpió el juez Marchena, y por dos veces, advirtiéndole que no podía expresarse de ese modo. Me pareció algo imprudente en este punto el juez. Ya veremos qué dicen en Estrasburgo. Una democracia en la que no puede decirse hòstia, pero donde las dan a base de bien, tiene a huevo el recurso, contagio. Además, el del excelentísimo Marchena me pareció ayer demasiado morro fino. Si, como viene siendo habitual, de cada diez palabras que decía el procesado once eran ofensiva propaganda sin mayor vinculación con los hechos, ¿a qué vienen ahora esos vahídos y esas sales por una consagración a deshora?
La declaración del procesado Cuixart volvió a revelar algunos rasgos de carácter que bien pueden imputarse al conjunto del procesismo. Quiero decir que esta hazaña sin precedentes en la historia de los movimientos de liberación nacional fue protagonizada por un tipo de hombre capaz de decir estas dos cosas –por poner dos– que dijo el procesado Cuixart. La primera, cuando aludiendo a los sólidos fundamentos intelectuales de la desobediencia citó los ejemplos de Hannah Arendt y Lluís Maria Xirinachs, ponderación. La segunda cuando describió la epopeya de un muchacho que se sentó delante de un coche de la Guardia Civil: «Yo pensé entonces en Tiananmén». El Proceso ha consistido en sacar afuera lo que llevaban adentro.
Semejante carácter es la razón de que los procesados Cuixart y Sánchez se hayan negado a explorar su línea de defensa más eficaz: reconocer que el intento de insurrección nacionalista fracasó, precisamente, en su negociado, que era el de la movilización de las masas. Los políticos cumplieron con la misión que se asignaron. Hasta tal punto que la procesada Forcadell llegó a confesar, en el interrogatorio de la tarde, que no solo autorizaba el debate de resoluciones que no había leído: ¡es que también las votaba sin leerlas! Y qué decir del prófugo Puigdemont. Nadie podrá relevarle nunca del honor desleal de haber proclamado la independencia de Cataluña, en forma de República, y de haber desatendido por dos veces los requerimientos del gobierno central para que diera marcha atrás. Los políticos cumplieron, se jugaron la piel y la perdieron. Proclamaron la República y había menos de dos mil personas en la calle para sostenerla. Encarcelaron al Gobierno y toda la respuesta fue llenar las calles de tejeringos amarillos. La semana que empezaron a juzgarlos el Gobierno de la Generalidad convocó una huelga: solo la siguió el Valido, para no perder la costumbre. Si los condenan, es seguro que el afamado pueblo de Cataluña no se condenará.
A los movilizadores Cuixart y Sánchez les habría bastado con decir: «Señoría, nosotros en la cárcel y Cataluña creciendo por encima de la media española. Quisimos, no pudimos: a nadie se le encierra por querer».