- Vi durante demasiado tiempo, y demasiado de cerca, cómo se operaba la aberrante identificación de Cataluña con Dios. Recuerdo, cuando el cole, misas celebradas en el campo que terminaban con el oficiante instándonos a aplaudir a «la terra». ¿La Pachamama? No, hombre, ¡Cataluña!
Que no. Que yo a un separatista que aprovechó su parroquia para colgar una bandera de odio y división en el campanario no le reconozco nada. Bueno, le reconozco la pericia deletérea del activista disfrazado, como los que robaron la fe de mi niñez ya en mis primeros años con los jesuitas. Trece pasaría con ellos. Solo un sacerdote y una monja salieron de mi promoción en el colegio de los Jesuitas de Caspe, luego Jesuites de Casp y luego, simplemente, Casp. El sacerdote de mi promoción, cuya amistad no ha hecho más que florecer con los años, es teólogo, ingeniero de Telecomunicaciones y políglota. Si no hubiera tenido la misma mala suerte que yo –nacer en Cataluña–, hace mucho que habría sido obispo.
A mí también me costó demasiado levantar cabeza. Tuvo que ser en Madrid; en Cataluña solo medraban los nacionalistas. Pronto abiertamente separatistas, cuando el hoy arzobispo de Tarragona se enfrentaba con Boadella e imponía la simbología separatista, uniendo su opción política supremacista, golpista y liberticida a la fe. Como estarían las cosas para que el cantante valenciano Raimon, que siempre había sido en Cataluña una figura pública admirada, desapareciera de las emisoras y de la memoria de un día para otro. Su nombre no volvió a ser pronunciado ni en los medios públicos (todos separatistas) ni en los privados (todos separatistas o separatistas latentes). Raimon se había desmarcado del procès independentista. Imperdonable. El separatismo es una secta.
Joan Planellas contribuyó a que yo tuviera que abandonar Barcelona, mundo donde nací y viví hasta los cincuenta y siete, mi universo infantil, adolescente, juvenil y maduro. Hasta que los Planellas lo rompieron todo. Los que son como él no es que hagan política. No, no. Hacen campañas destructivas, de las que rompen sociedades y familias, como rompieron mi círculo de amistades. Ni una lección, Planellas. Ni un insulto, xenófobo. Vi durante demasiado tiempo, y demasiado de cerca, cómo se operaba la aberrante identificación de Cataluña con Dios. Recuerdo, cuando el cole, misas celebradas en el campo que terminaban con el oficiante instándonos a aplaudir a «la terra». ¿La Pachamama? No, hombre, ¡Cataluña! ¡Donde ahora mismo están los medios entusiasmados! Repentinamente convertidos a una fe tan fervorosa que ha vaciado las iglesias y ha secado las vocaciones. ¿Y qué entusiasma a los medios? Que «la Iglesia catalana» ha «plantado cara a Vox».
¿De verdad se habían llegado a creer la caricatura de un Vox controlado por meapilas, incapaz de distinguir dónde empiezan y acaban los ámbitos de cada cual? Error. Que libre sus batallitas ante el espejo el separatista provocador y pirómano, y que le aplauda La Vanguardia. Mientras, en confianza, les voy a contar lo que pronto va a pasar: Vox deportará a todos los inmigrantes ilegales. También a los inmigrantes legales que delincan gravemente o reincidan en delitos leves. Devolverá a los menas con sus padres y desmontará todos los chiringuitos que viven del tráfico humano, pertenezcan a quien pertenezcan.