Ignacio Varela-El Confidencial
- Yolanda es una actriz infinitamente mejor que Sánchez: más versátil, inteligente, mucho más cálida. Conoce perfectamente a su público y le ofrece lo que necesita en cada momento
La vicepresidenta está demostrando ser tan camaleónica como Sánchez en su capacidad de caracterizar personajes distintos, incluso antagónicos, con una ventaja sustancial para ella: la naturaleza robótica y cínica del presidente levanta entre él y el público una barrera emocional insalvable. Lo que se ve es un impostor profesional ejerciendo de tal, sin que parezca importarle en absoluto que se le note. Es siempre un actor actuando: todo en él invita a no creerlo, incluso en las escasísimas ocasiones en que es sincero.
Yolanda es una actriz infinitamente mejor: más versátil, más inteligente, mucho más cálida. Conoce perfectamente a su público y le ofrece lo que necesita en cada momento, acertando casi siempre en las dosis. Con ella sucede lo contrario que con Sánchez: aun sabiendo que todo es un embuste, su forma de contar produce unas ganas irresistibles de creerla. Muchos socialdemócratas tibios del PSOE más tradicional escucharon embelesados —y un sí es no es melancólicos— su conversación radiofónica con Barceló.
A estas alturas, varios ministros del Gobierno, especialmente los del área socioeconómica, añoran a aquel vicepresidente de Asuntos Sociales llamado Iglesias, que jamás planteó una política social ni económica que los incomodara en su gestión. Primero, por puro desconocimiento de las materias, y también porque estuvo demasiado ocupado purgando disidentes, derrocando la monarquía o incorporando a Esquerra y Bildu a la dirección del Estado. El propio Sánchez ya debe ser consciente de que la aparentemente apacible vicepresidenta representa para él una amenaza potencial mucho mayor que su socio anterior, tan explosivo como inane. Si Iglesias fue el pararrayos de Sánchez, no nos extrañe comprobar dentro de unos meses que Sánchez corre el peligro de convertirse en el pararrayos de Yolanda Díaz: quien carga con la (mala) fama mientras ella carda la lana.
Iglesias no ganó una sola batalla en su paso por el Gobierno. Díaz es mucho más eficaz en ese juego, entre otras razones porque solo plantea las batallas que puede ganar y no busca las goleadas. Se subió el salario mínimo en contra de Calviño, y se subirá más en el próximo ejercicio. Escrivá se ha tenido que comer varias veces sus juiciosas palabras sobre la jubilación y el sistema de pensiones por olvidar que no te hacen ministro para emitir opiniones, sino actos de gobierno. Se regularán de alguna forma los precios de los alquileres, como se subirá el impuesto de sociedades a las grandes empresas. Ella comprende bien la regla del juego en este Gobierno: ganar en los despachos y no acorralar jamás al presidente.
Pero la mayor encomienda que Díaz ha recibido no es orientar la gestión del Gobierno en la dirección de lo que ella ha bautizado como “reformismo fuerte” (connotando, cada vez que lo dice, que lo del PSOE no sería ni una cosa ni la otra). Es reconstruir el espacio político que linda con el PSOE por la derecha y con el abismo por la izquierda, para volver a hacerlo electoralmente competitivo. Competitivo, ¿con quién? Naturalmente, con el propio PSOE.
Teniendo en cuenta que el pastel electoral de la izquierda va mermando por días, la única posibilidad de aumentar sustancialmente su porción es, por un lado, reagrupar las tropas que el sectarismo de Iglesias centrifugó; por otro, explotar a fondo las oportunidades que le suministra el hecho de gobernar hasta que llegue el día de romper la baraja, y finalmente, crear una fórmula electoral policroma, tan informal y flexible como sea preciso, una confluencia de confluencias que sea capaz de penetrar en los segmentos sociales vinculados tradicionalmente al voto socialista. Ello implica, por supuesto, enviar a Podemos a un lugar marginal dentro del nuevo tinglado y devolver todo el protagonismo a las referencias territoriales. También encontrar alguna clase de entendimiento con el errejonismo, aunque sea poselectoral.
El discurso de Díaz habla de “las cosas” (las de comer) en el sentido orteguiano del término, y apunta directamente a la gente cuyos padres se han pasado la vida votando al PSOE. La clase obrera tradicional, los jóvenes infraempleados de la industria y los servicios, los ‘millennials’ ya talluditos que siguen instalados en la precariedad vital y aterrorizados por el futuro, los profesionales urbanos de rango medio, el mundo de la enseñanza. Y lo hará cabalgando con un concepto tan multifuncional como este del “reformismo fuerte”, que puede acariciar la conciencia tanto del podemita rebelde sin causa como del socialdemócrata nostálgico de un liderazgo que parezca honorable.
Yolanda Díaz aporta algo que el Podemos de Iglesias nunca logró: el anclaje sindical. Los dirigentes sindicales la adoran. De hecho, en la llamada mesa del diálogo social, no hay tres partes, sino dos: a un lado, los sindicatos y la ministra. Al otro, la patronal, crecientemente encabronada por la pinza y esperando que Casado —hasta ahora, el Marco Asensio de la derecha española— se haga mayor de una puñetera vez.
Monedero, que es sectario hasta la furia, pero no idiota, ha visto claramente el peligro y alerta de que Yolanda Díaz podría convertirse en una segunda edición de Manuela Carmena (quizás, añado yo, con unas gotas de Mónica García). Bien visto. La principal diferencia es que Díaz sabe de política mucho más que Carmena. Pero no olvidemos quién resultó ser la principal víctima de las eclosiones de Carmena y de Mónica García en Madrid: el Partido Socialista.
Es probable que el juego monclovita consista en mantener a su socio de coalición lo suficientemente vivo para que le siga siendo útil en el futuro, pero no tanto como para suponer una amenaza. Política de laboratorio: en la práctica, esas alquimias nunca pueden controlarse y la mezcla siempre se te escapa por algún lado.
Que el experimento cuaje no es sencillo. Pero observen que todo se juega entre un puñado de mujeres: Yolanda Díaz, Ione Belarra, Ada Colau, Teresa Rodríguez, Mónica Oltra, Mónica García, quizás incluso Ana Pontón… Y eso, está comprobado, aumenta mucho la probabilidad de que algo funcione.