Ignacio Varela-El Confidencial

  • El Partido Comunista de España cumple 100 años, y lo hace con una salud sorprendente para quienes lo incluyeron prematuramente en el catálogo de los restos arqueológicos

El Partido Comunista de España cumple 100 años, y lo hace con una salud sorprendente para quienes lo incluyeron prematuramente en el catálogo de los restos arqueológicos. Hoy tiene más poder que en ningún otro momento de su historia (excluyendo los tres años de la Guerra Civil) y es el único partido comunista que forma parte de un Gobierno en la Unión Europea. 

Yolanda Díaz, vicepresidenta y líder consentida (no elegida) de Unidas Podemos, solo tiene y ostenta el carné del PCE, y acaba de prologar una reedición del ‘Manifiesto comunista’ reivindicando la rigurosa actualidad del texto de Marx y Engels (al que atribuye “una apasionada defensa de la democracia y la libertad”, como demostró la historia del comunismo). Alberto Garzón, ministro sin cartera, no pierde ocasión de exhibir su pertenencia al partido. Su inefable libro ‘Por qué soy comunista’ es muy útil para comprender por qué todos los demás no lo somos. El secretario general, Enrique Santiago, es una pieza clave de la coalición de gobierno, un secretario de Estado más influyente que muchos ministros. Manuel Castells tiene una relación histórica de afinidad con el PCE. Y Pablo Iglesias, líder moral de todos ellos, se crio políticamente en una célula de las juventudes comunistas, y solo decidió montar su propio chiringuito cuando en 2014 reclamó un puesto de salida en la lista de IU para el Parlamento Europeo y Cayo Lara, siempre perspicaz, lo mandó a paseo. Su arquitectura ideológica y su concepción orgánica son inequívocamente leninistas. Él mismo se definió “socialdemócrata como Vladimir Ilich” (‘El Mundo’, 17-5-2015).

Se cuenta que la primera discrepancia grave entre Iglesias y Errejón se produjo porque este, más ligado a la cultura movimentista del peronismo y otros populismos latinoamericanos, no era partidario de que Podemos se convirtiera en el partido político jerárquico y vertical que terminó siendo. También se opuso a la alianza con Izquierda Unida (que nunca fue otra cosa que una marca blanca del PCE). De hecho, el mayor éxito electoral de Podemos fueron las elecciones municipales de 2015: con una amalgama inorgánica de candidaturas locales, lograron hacerse con las alcaldías de las mayores capitales del país. Un imperio efímero que se esfumó en la primera ocasión que tuvo el personal de volver a votar. 

Iglesias construyó un partido a su medida, en el que él era el principio y el fin de todas las cosas. Consiguió llegar al Gobierno de la mano de Sánchez, pero, por el camino, dejó un pelotón de dirigentes purgados, varias escisiones, una organización liquidada y una caída electoral sostenida que lo devuelve, en el mejor de los casos, a las cifras del PCE o IU en sus buenos tiempos (el 10% que las encuestas dan a UP es lo que tuvieron Carrillo en 1979 y Anguita en 1996).

Iglesias era consciente del desastre electoral y orgánico que había causado cuando decidió largarse, dejando la parte valiosa de la herencia (el Gobierno) a Yolanda Díaz y la parte inservible (el partido) a Ione Belarra, para que termine de devastarlo.

Podemos como partido político es ya un juguete roto, un artefacto inútil, una herramienta oxidada. Lo poco que queda de consistencia orgánica en Unidas Podemos es lo que aporta, como siempre, un PCE jibarizado respecto a lo que fue en tiempos, pero, al menos, real. Además, la marca está más que amortizada. En los años pasados, se presentó al electorado Podemos con compañía. A partir de la fuga de Iglesias, toca reconstruir el espacio a la izquierda del PSOE con una fórmula nueva en la que la referencia Podemos quede arrinconada y sea poco visible. Esa es la tarea que, implícitamente, encargó Iglesias a Díaz, sabiendo que para él todo era ya imposible. 

Se trataría de recuperar la idea de un espacio inorgánico y multiforme, capaz de presentarse en cada territorio con identidad propia, un repositorio que albergue sin rigideces a todos aquellos que responden al concepto de “la izquierda que no votará jamás al PSOE, pero se muere por pactar con él”. Según mis cuentas, desde el principio de la democracia algo más de dos millones de personas (sin contar a los nacionalistas) responden establemente a esa descripción. Si Yolanda Díaz consigue componer ese artilugio de aquí a las elecciones, lo encabezará, quizá concertando con Sánchez un divorcio amistoso y temporal poco antes de las elecciones. Si no, es improbable que se preste al sacrificio de administrar la bancarrota de un partido al que no pertenece. 

Iglesias ha pasado de vaticinar que la derecha jamás regresaría al poder a alertar de un inminente Gobierno del PP y Vox

En su reciente artículo en la revista ‘CTXT‘, además de mostrar una pistola a sus adversarios, Iglesias da varias claves de ese plan de salvación. Para empezar, habla por primera vez de “los ministros de Podemos y del PCE”. A continuación, afirma: “Las izquierdas diferentes al PSOE en todo el Estado deben aumentar su colaboración y compartir espacios de reflexión estratégica”. Consciente de la dificultad de recuperar a Errejón para la causa, le ofrece una salida: “Aunque algunas de estas fuerzas políticas puedan competir electoralmente, deberían acordar una hoja de ruta común en la negociación con los socialistas”. Y concluye con un anzuelo descarado para los nacionalistas: “La izquierda debe explorar vías confederales para la reorganización de un Estado compartido”. 

El marco estratégico deseable para él, por supuesto, es el del bifrontismo extremo llevado a sus últimas consecuencias de destrucción de la centralidad política. Iglesias constata dos cosas: a) que el PSOE de Sánchez se ha quedado sin otra vía de supervivencia que aferrarse al asidero que le ofrecen la extrema izquierda y los nacionalismos radicales y b) que la única alternativa viable de gobierno es la que representa la alianza del PP y Vox, que conduciría a la inversión de la confrontación actual. En todo caso, tierra quemada.

Por eso Iglesias ha pasado de vaticinar que la derecha jamás regresaría al poder en España a alertar de un inminente Gobierno de coalición del PP y Vox, con mayoría absoluta, al que pinta truculentamente como la antesala de un régimen prefascista dispuesto a ilegalizar partidos, abolir autonomías, cerrar medios de comunicación y desmantelar las políticas sociales. Ese será su reclamo electoral, y es de temer que también el de Sánchez. Está por ver si Casado y Abascal (este, seguro que sí) juegan el mismo juego y la década estará definitivamente arruinada para España, gane quien gane. 

La primera parte de la tarea —reconfigurar y aglutinar la izquierda antisocialista y amarrar al PSOE al marco del bibloquismo— sería relativamente sencilla para Yolanda Díaz, ya que la necesidad une mucho. La segunda —ganar las elecciones con esa fórmula— resulta cada día más dudosa. De momento, en el consenso de las encuestas, la derecha ya le saca 10 puntos a la izquierda, y la brecha tiende a abrirse.