Editorial, EL MUNDO, 9/6/11
HAY ALGO mucho peor que tropezar dos veces en la misma piedra: que te adviertan por activa y por pasiva que vas a chocar de nuevo… y al final te caigas. Esto es lo que le puede ocurrir al Gobierno si el próximo viernes aprueba la reforma de la negociación colectiva en los términos que conocimos ayer. Zapatero tiene la experiencia de la reforma laboral de septiembre pasado: fue tan descafeinada que no ha servido para crear empleo y todos los expertos señalan que tampoco ha cambiado las condiciones para que se puedan generar puestos de trabajo cuando llegue la recuperación.
Pues nos tememos que el presidente del Gobierno va a cometer el mismo error. Se comprometió en marzo ante Angela Merkel a incluir en la reforma de la negociación colectiva la legislación para adaptar las subidas salariales a la productividad y va a aprobar un proyecto de ley que incumple esa promesa. La urgencia por presentar algo concreto sobre la reforma de los convenios a la UE antes de que acabe el mes le ha llevado a aceptar ese trágala sindical. Porque en esos «quince minutos» –Rubalcaba dixit– que faltaban para el acuerdo el Ejecutivo ha retrocedido muchos kilómetros.
Es cierto que la ley otorga más peso a los convenios de empresa que en la normativa vigente y eso es positivo porque da más autonomía las relaciones entre el trabajador y el empleador. Pero, a la vez, adolece de una tremenda falta de realismo al proteger la prórroga de los convenios colectivos cuando estos expiran y otorgar demasiado poder a unas comisiones paritarias de sindicatos y empresarios que podrán bloquear acuerdos alcanzados en las compañías. Tampoco se logra una adecuada flexibilidad en las empresas en materia de salario, jornada de trabajo o movilidad, cuestiones básicas para que puedan acomodarse a la realidad económica. Por supuesto, ni se habla del absentismo laboral.
Como reconocía ayer el presidente de CEOE, Juan Rosell, lo único que tiene de bueno esta reforma es que se tramitará en el Parlamento como proyecto de ley, con lo que el Gobierno tendrá que modificarla sustancialmente para conseguir el apoyo de otros grupos políticos como el PNV, CiU o Coalición Canaria. Pero ese paso es un arma de doble filo porque es lógico pensar que los empresarios no firmarán ni un sólo convenio más mientras se mantenga la incertidumbre sobre el resultado de la negociación, que se puede prolongar hasta final de año.
¿Qué pretende el Ejecutivo con esta maniobra de distracción? ¿Por qué cuando la Comisión Europea le exige que culmine la reforma laboral y le dice que es «fundamental » eliminar el sistema automático de extensión de los acuerdos colectivos, mira para otro lado? ¿Por qué, cuando todavía puede librar al país de las duras condiciones que han impuesto los organismos internacionales a Portugal y a Grecia –eso sí que es perder derechos laborales–, se empeña en abocarse a un pozo del que sólo se sale con un rescate?
Muy poco cabe esperar de un Gobierno a la deriva, que parece no entender las causas de su último desastre electoral. Y cuyo ministro de Trabajo es un sindicalista de UGT que se manifestó contra la reforma laboral, proclive por tanto a unas centrales que apenas tienen conexión con la sociedad: han perdido 500.000 afiliados desde el inicio de la crisis y sólo representan al 16% de los asalariados. Causa rubor oír a Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo hablar de defensa de los derechos de los trabajadores. Se olvidan de los casi cinco millones de españoles que no pueden optar a esos derechos… sencillamente porque no están trabajando. Pero sonroja más ver cómo Zapatero y Rubalcaba se pliegan a este razonamiento trasnochado y perjudicial para España.
Editorial, EL MUNDO, 9/6/11