Luis María Cazorla Prieto-ABC

  • Se ha dado un dañino paso más que afecta a las secretarías generales del Congreso y el Senado, que por desgracia han entrado en el terreno de la controversia política, donde nunca debieron entrar

Asisto los sábados a una tertulia alentada por el prestigioso periodista Miguel Ángel Aguilar y animada por una concurrencia muy variada e interesante. En ella escuché de uno de los tertulianos, reconocido experto en materia electoral, una afirmación que retuve. Vivimos, señaló, una etapa de «enfrentamiento institucional múltiple«. En otras palabras, padecemos una prolongada fase de todos contra todos, agravada, añado yo, porque los límites sociales, políticos y jurídicos imprescindibles para una convivencia más o menos equilibrada se difuminan y sufren un serio peligro de desaparición. El »enfrentamiento institucional múltiple« que sufrimos en España no solo está muy extendido. El mal es todavía más grave porque, además, es profundo: está penetrando en las entrañas de las instituciones y contaminando sus distintas capas organizativas o elementos que componen su estructura.

Esta situación lamentablemente ha tomado cuerpo en las Cortes Generales. El Congreso y el Senado se han enfrentado en situaciones más o menos graves con otros órganos constitucionales; una y otra Cámara se han visto envueltas en disputas entre sí inimaginables hasta hace poco, y en la esfera interna no es raro que las reuniones de sus órganos políticos rectores echen chispas por los encontronazos que se suceden. Pero, siguiendo la extensión del mal al que me refiero, se ha dado un dañino paso más que afecta a la administración parlamentaria, es decir, a las secretarías generales de una y otra Cámara, que por desgracia han entrado en el terreno de la controversia política donde nunca debieron entrar.

Una administración parlamentaria profesional, competente, con acrisolada vocación de servicio a las Cámaras y dotada es un instrumento imprescindible para que las Cortes puedan cumplir debidamente sus funciones constitucionales y, por tanto, para la salud democrática de nuestro sistema político. Esto requiere que el sentido de institucionalidad de los órganos políticos de las Cámaras prevalezca en este crucial campo y dejen a la Administración parlamentaria al margen de sus enfrentamientos. Pero tan importante es esto en la vertiente más política de los Parlamentos como la apolitización, tanto en la sustancia como en las formas o apariencias, de sus servidores en el desempeño de su tarea. Esta última es una exigencia trascendental atribuible a todos los funcionarios parlamentarios, más acentuada conforme escalen puestos superiores y su responsabilidad frente a todos los parlamentarios y sus grupos sea mayor o más visible. Téngase en cuenta que la profesión de funcionario de las instituciones a las que aludo es muy especial. En general, todo servidor público tiene que desarrollar su actividad en beneficio del Estado entendido en sentido muy genérico cuyos órganos son ocupados sucesivamente por los que hayan triunfado en las urnas o hayan cuajado las mayorías suficientes para gobernar. No es el caso del funcionario parlamentario que tiene que prestar sus servicios a una entidad en la que están presentes todos los que hayan ganado escaño, estén gobernando o no.

Al hilo de lo anterior me viene a la memoria cómo en las reuniones de la centenaria Asociación Internacional de Secretarios Generales de Parlamentos, a las que asistí durante casi diez años, escuchábamos con atención y respeto a los secretarios generales y secretarios generales adjuntos que encabezaban administraciones parlamentarias apolitizadas y muy profesionalizadas, como, por ejemplo, la francesa, la italiana o la inglesa, y mirábamos con recelo y sin tanta consideración a los que eran una prolongación política y partidista de lo que mandaban políticamente en cada fase.

Hay que reconocer que la sólida y profesional Administración de las Cortes Generales, servida, a pesar de lo que se refleja normalmente en los medios de comunicación social, no solo por los letrados de las Cortes Generales, sino también por otros prestigiosos cuerpos de funcionarios, ha sufrido duros golpes desde que comenzó esta legislatura. Resulta preocupante, además, que estos golpes los haya soportado tanto en el Congreso de los Diputados como en el Senado, como si un desliz inicial vulnerador del respeto a las apariencias y más de una torpeza posterior en una Cámara tuvieran que ser contrarrestados con otras actuaciones de parecidas características en la otra.

El resultado de todo esto es muy negativo y ha trascendido con intensidad a los medios de comunicación social de toda clase. Hemos asistido a hechos inconcebibles no hace demasiado tiempo. Las hirientes menciones descalificadoras personales y profesionales referidas a quien encabeza la Secretaría General del Congreso de los Diputados, un importante informe de ciertos letrados del Senado poniendo en cuestión otro de compañeros del Congreso, la querella de un grupo parlamentario contra quien está al frente de la Administración del Congreso, los movimientos bastantes extraños de letrados de una Cámara a otra, la funesta tendencia de achacar la condición política de derechas o de izquierdas a algunos funcionarios con responsabilidades administrativas de primera línea, las inoportunas declaraciones de prestigiosos letrados de distinto signo… por solo aludir a algunos de los hechos adversos, son todas ellas muestras de hasta dónde ha calado «el conflicto institucional múltiple» y sus efectos perniciosos desconocidos en el pasado, al menos con la intensidad y frecuencia con las que nos topamos hoy.

La pregunta que me viene a la pluma es si estamos ante un mal irremediable o el problema puede aliviarse y volver al mayor respeto a las esencias imparciales y profesionales que han caracterizado tradicionalmente a la Administración parlamentaria bicentenaria que sirve al Congreso y al Senado.

Entiendo que el mal que unos y otros han asestado al corazón de órganos parlamentarios auxiliares tan fundamentales es grave, pero me resisto a creer que es irremediable y me aferro a considerarlo enmendable o, al menos, suavizable. Por el lado de los políticos, es hora de que alejen su foco de atención partidista de las secretarías generales de las Cámaras y de que se olviden de utilizarlas políticamente. Con respecto a los funcionarios parlamentarios, sobre todo en su más alto escalón, confío en que su sólida formación jurídica, su debida entrega al Estado de derecho, el peso de una tradición bicentenaria y la experiencia que les debe proporcionar cintura habilidosa para no verse arrastrados al terreno político ayuden a enderezar pausada y paulatinamente la mala situación a la que se ha llegado. A todo eso habría que sumar una mejor coordinación de las labores de ambas secretarías generales y la mejora en el necesario apoyo mutuo para conseguir no ser utilizadas con fines político-partidistas. Estas medidas y otras impropias de un artículo periodístico aliviarían el problema. El tiempo, además, pasará, otras personas menos marcadas por la etapa actual llegarán y todo ello contribuirá a que las secretarías generales del Congreso de los Diputados y del Senado reencuentren más el cauce que les es propio.