JON JUARISTI-ABC
No hay que abrirle al Rey frentes innecesarios
UN apacible rincón de Madrid. Alguien pide firmas «contra las autonomías» junto a una mesa portátil envuelta en la bandera nacional. No parece que le hagan mucho caso, y me alegro. Las autonomías no son el problema. El problema ha sido su gestión bajo el bipartidismo, que derivó en corrupción clientelar y concesiones estúpidas y oportunistas a los separatismos. Pero la del Estado de las Autonomías no era una mala idea. No sólo corregía nuestro inveterado centralismo, que era una pésima copia del centralismo francés (mucho más eficaz que el español a la hora de preservar la diversidad regional), sino el delirio federalista, siempre a la busca de improbables comunidades primigenias. Creo que la fórmula autonómica era y es perfectamente compatible con una concepción unitaria de la nación, una isonomía razonable y una distribución territorial equitativa de bienes y valores.
Es cierto que el bipartidismo cometió demasiadas tropelías en la construcción y posterior administración del Estado de las Autonomías, y lo peor de todo es que ya no podrá enmendarlas porque, como sostiene Tom Burns Marañón en uno de los libros más inteligentes y clarificadores de esta década (Entre el ruido y la furia. El fracaso del bipartidismo en España, Galaxia Gutenberg, 2018), se acabó el monopolio compartido del sistema por los dos partidos de centro –derecha e izquierda– y se acabó para siempre. No es que el centro ceda, como en el poema de Yeats. Es que se ha venido abajo, y el futuro cada día aparece más cargado de amenazas. Como observa Burns, el Rey ha probado poseer un arrojo semejante al que mostró su padre ante el golpe del 23 de febrero de 1981, pero las circunstancias actuales le son mucho menos propicias.
Estando así las cosas, no es prudente apremiarle a que apoye ofensivas centralizadoras ni defensas legítimas de particularismos heridos. Hay que dejar a don Felipe un margen suficiente para que tome sus decisiones sin verse presionado por nada que no sean las susodichas circunstancias. Ha demostrado poder hacerlo con inteligencia y patriotismo. No hay que exigirle que dé nuevas pruebas de ello, y, sobre todo, si en vez de patriotismo, lo que se espera de él es un patrioterismo estólido.
Por eso me pareció inoportuno, no tanto el hecho de que Marta Sánchez cerrase su recital en el Teatro de la Zarzuela, el pasado sábado 17, con una versión del himno nacional con letra propia, como que el presidente del Gobierno auspiciase, de manera tácita pero elocuente, su adopción como versión canónica y oficial. Tendría que haber sido más cauto y no liarla. Es decir, no poner en marcha una reivindicación aparentemente patriótica, pero que como mucho llega a patriotera, cuando tan poca iniciativa mostró para frenar el golpe de Estado en Cataluña. No hay que abrir frentes ridículos a la única institución capaz, no digo de derrotar al secesionismo, pero sí, al menos, de encabezar la resistencia contra aquél y lo que vaya saliendo. Hoy por hoy, lo único que se debería fortalecer como símbolo de la unidad nacional es el Rey.
Sobra decir que Marta Sánchez, como todo español, está en su derecho de utilizar la melodía del himno nacional para una de sus canciones. De ahí a promover esta como candidata a versión oficial del himno hay un trecho que, a mi juicio, no debería recorrer. La letra es demasiado tópica, idiosincrásica y delicuescente. Pero, por lo que respecta al reconocimiento de la hondura de su amor a España, Marta Sánchez puede estar tranquila. Yo mismo me he conmovido hasta las lágrimas ante la desolada evocación de sus tres años de atroz sufrimiento en Miami, apurando hasta las heces los amargos daiquiris del exilio.