¿Quién paga los errores?

El ‘caso Faisán’ no debería merecer dos minutos de atención. Hubo una negociación con los terroristas: ya lo sabemos y ya se ha dictado sentencia política. Se torcieron bastantes normas jurídicas, como es lógico: en eso consiste negociar con delincuentes. Las elites políticas han entrado en una deriva autista, perdiendo la noción estable del interés colectivo.

Nuestros políticos cometen errores, como todo el mundo y como los políticos de todo el mundo. Nada hay de especial en ellos en este terreno. Hacer política implica, en muchas ocasiones, tener que adoptar decisiones urgentes en un contexto de imprevisibilidad, con información insuficiente y en entornos hostiles; las equivocaciones son necesariamente bastante probables, y la responsabilidad que se puede por ello imputar a los políticos es bastante limitada. Algo evidente, y que ocurre aquí y en Japón.

Sin embargo, también en este punto tenemos el dudoso honor de mantener una pequeña diferencia con el resto de la humanidad, una diferencia probablemente nacida del tradicional carácter cainita del español: un político español nunca, y cuando aquí digo nunca significa exactamente nunca, admitirá haber cometido un error; nunca asumirá su equivocación y nunca estará dispuesto a pagar el precio correspondiente por ella. Nunca dirá algo tan sencillo como «me equivoqué, lo siento», sino que lo negará todo. Lo negará en la prensa, lo negará en el Congreso, lo negará en los tribunales y lo negará incluso cuando vaya a la cárcel con condena firme. No es verdad, yo no me equivoqué.

Los contrincantes del político pillado cuentan naturalmente con esta particularidad (ellos hacen exactamente lo mismo) y disfrutan por anticipado de la situación cuando a alguien se le atrapa en una equivocación: van a poder celebrar una auténtica ordalía con el equivocado, van a poder estar durante meses aireando y magnificando su error, rasgándose las vestiduras, clamando hipócritamente por la verdad mancillada, insinuando obscuras conspiraciones universales y demás zarandajas de todos conocidas. Pero son así, porque están hechos de la misma pasta.

La consecuencia para el sistema político que suscita esta negativa rotunda a admitir las equivocaciones propias es la de su envilecimiento y peor funcionamiento. Porque la cuestión es muy sencilla: todos los errores tienen un precio y ese precio debe pagarse. Y si no lo paga el que lo cometió, lo pagamos todos los demás. El precio que el político afectado no quiere pagar asumiendo su responsabilidad, un precio que inicialmente puede ser muy pequeño, lo pagamos incrementado los ciudadanos en términos de escándalo político: el ambiente político se enrarece, los políticos exhiben su faz más hosca y deprimente, los medios se recrean en el fango, obscuros personajes salen a la luz, las instituciones malfuncionan, la energía para los asuntos importantes se dispersa, la clase política se desprestigia un poco más y los ciudadanos desesperan otra vez de un sistema democrático tan burdo y zafio. El precio personal que un político no quiere pagar se ha transformado en un precio sistémico que pagamos todos.

El ‘caso Faisán’ no debería merecer dos minutos de atención en un país normal. Hubo una negociación con los terroristas: ya lo sabemos y ya se ha dictado sentencia política sobre ello. En esa negociación se torcieron un poco o un mucho bastantes normas jurídicas, como es lógico que sucediera: en eso consiste negociar con delincuentes. Unos policías decidieron no detener en un momento dado a un terrorista para poder mantener viva la negociación. También normal, sancionable pero normal. El juez de turno se prestó a tapar el desaguisado: no tan normal, pero así son algunos jueces. Llegó un nuevo juez y tiró de la manta. ¿Qué hacemos?

Rubalcaba podía haber hecho lo más sencillo: explicar lo que sabía del asunto. Es decir, explicar que sus subordinados habían tomado una decisión ilegal por su propia cuenta y asumir la responsabilidad que le tocase por ello; o explicar que la había tomado él mismo. «Nos equivocamos, lo siento, ¿qué se debe?», esa era la salida normal. Tenía atenuantes cualificadas y contaba de antemano con la comprensión del público. Pero esa no es la salida española, claro. La española, lo hemos dicho, es negar la mayor, negar hasta la extenuación, negar siempre. ¿Y cómo negar con eficacia? Dos métodos de segura rentabilidad: acusar al acusador (el ventilador de la basura) y envolverse en el manto augusto del Estado (están ustedes atacando a la política antiterrorista misma). La oposición de derechas no va a dejar de aprovechar la situación para decir: ven ustedes, ya lo decía yo, Gobierno y ETA eran lo mismo. Y no sigo porque es demasiado deprimente. Así, un tema menor de un político concreto termina convirtiéndose en uno que discuten airados millones de ciudadanos como si en ello les fuera la vida y que, por ello, afecta a las bases mismas del sistema.

La democracia española tiene muchos problemas, pero uno es el fundamental desde hace tiempo: las elites políticas y partidistas han entrado en una deriva autista en la que han perdido cualquier noción estable del interés colectivo. Creen (y lo creen de verdad, esto es lo trágico) que la definición correcta del interés colectivo pasa necesariamente por su propia supervivencia y su presencia en el timón del gobierno. Lo que el país (con minúscula) necesita es que yo o mi partido (con mayúscula) sigamos en (o lleguemos a) el gobierno. Todo lo demás se subordina a esta lógica simple &hellip pero terrible. Terrible para el sistema y terrible para los ciudadanos. Los partidos y los políticos son las instituciones peor valoradas por la ciudadanía, y las que peor funcionan en términos de eficacia política, lo dicen los estudios sobre calidad de la democracia una y otra vez. Pero es inútil, los interesados no se dan por enterados y persisten en su estúpida carrera para suicidar(nos).

José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 31/3/2011