Afectos bárbaros

ABC 30/03/15
GABRIEL ALBIAC

· La inspiradora histórica del espectáculo populista, que hoy ejercen nuestros telepolíticos, fue la señora de un dictador argentino

LAS sociedades del siglo XXI no tienen ciudadanos. Tienen telespectadores. No se puede aspirar a vivir de un sueldo político sin alzar acta de eso. Ni planificar una carrera hacia el poder por ruta que no pase a través de los televisores, esas potentes máquinas de artesanar afectos. Y de fumigar neuronas.

El retorno de los populismos, que los europeos creíamos perdido en la evocación sombría de los años 20-30, sólo puede entenderse desde esta clave. El populismo interpela al votante –y es por él, en respuesta, interpelado– desde la alta temperatura anímica que se exige para una verdadera fusión afectiva. Basta con ver las filmaciones de los grandes mítines de Hitler o de Mussolini para palparlo. Radio y cine fueron las innovaciones representativas que, en los años de entreguerras, permitieron instalar ese flujo sentimental entre líderes y devotos. Sólo el fervor que lo une a su equipo de fútbol es hoy comparable al que desencadena el jefe carismático entre sus entusiastas. Donde hubo radio y cine como soporte hace tres cuartos de siglo, hay ahora televisores, Twitter, Facebook. Lo cual acelera exponencialmente aquella hermosa relación de cretinización mutua entre gobernantes y gobernados que dejaba tan atónito a Baudelaire en el siglo XIX.

El afecto es tanto más intenso cuanto más necios son sus portadores. Nada hay de extraño en que recayese, hace tres cuartos de siglo, en asesinos delirantes como Hitler o Mussolini; o en fríos asesinos como Stalin. Nada hay de extraño en que recaiga hoy en cosas como los lepenistas franceses o los bolivarianos españoles. Los suyos son mensajes, por igual, simples y cálidos: bondades y noviazgos, incluidos. Por igual vomitivos para una inteligencia que funcione. Por igual gratificantes para quienes se nutren de bazofia catódica. Hubo en el siglo XVII un pensador que cristaliza su fría analítica de los gustos humanos en un axioma desolador: «El ignorante, tan pronto como deja de padecer, deja de ser». Tan pronto como deja de sentirse siervo, se sabe inexistente. Matará, si alguien trata de arrebatarle esa servidumbre: es lo único que tiene.

Los populismos reposan necesariamente sobre esa delectación del siervo ante la señorial providencia de sus sumos sacerdotes laicos. Revestidos de una unción en la cual resuena lo peor de la palabrería milagrera. Que se traviste en cuatro verborreas de manual estaliniano que resultaban ya rancias hace medio siglo. Pero esa ranciedad funciona.

La inspiradora histórica del espectáculo populista, que hoy ejercen nuestros telepolíticos, fue la señora de un dictador argentino. Que, por los años cuarenta, tradujo a Mussolini en tango porteño. Que entonaba una cursi muñeca, bárbaramente enjoyada, a la cual sus devotos llamaban sólo «Evita». Las boberías sentimentales –públicas como privadas, épicas como líricas– que emiten hoy los jóvenes populistas por la tele son poco distinguibles de las de su antepasada. Les faltan sus hipnóticos joyones y brocados para ser perfectos.