Ahora, política

GABRIEL ALBIAC – ABC – 14/01/16

Gabriel Albiac
Gabriel Albiac

· Toda alianza es posible entre constitucionalistas. Toda alianza es posible entre golpistas. Ninguna, transversal a ambos.

La política ha sido en España una excepción. Una excepción que dice las rarezas de nuestra historia. La política es una artesanía de las combinatorias sobre las cuales se ejercen poderes, que son sólo democráticos cuando no son monolíticos. Contra esa combinatoria plural se alzaron, en la Europa de entreguerras, los modelos totalitarios. Subsumían los tres poderes en uno, bajo la disciplina unificada del partido que, como voz espiritual del pueblo, ejercía la tutela del Estado. A esa apelación sentimental al alma unívoca del pueblo se llamó populismo. De él nacieron Mussolini y Hitler. Derrotado con un inmenso coste en 1945, renace hoy de sus cenizas en la Francia de Marine Le Pen y en la España de Pablo Iglesias.

En 1978, España salía de una dictadura. Ni siquiera, en rigor, totalitaria: eso era demasiado moderno para un militar africanista. Lo suyo fue sólo un anacrónico autoritarismo decimonónico. Cerrado por defunción, los constituyentes del 78 hubieron de sortear obstáculos peligrosos. Se apostó por un modelo bipartidista, bajo la constricción del miedo cerval a un golpe de péndulo que del monolitismo franquista pudiera devolver al rompecabezas insoluble de partidos. Reducida la partida a los dos grandes contrincantes, con el adorno –se pensó entonces que simbólico– de los nacionalistas, el modelo se veía a sí mismo como eterno. Pero eternidad y política se excluyen. Duró 37 años. Y se acabó.

Tan corta es nuestra perspectiva, que esta rareza española ha acabado por aparecernos como normalidad democrática. No lo es. Mientras aquí socialistas y populares se iban turnando, con más o menos equidad, en el gobierno, en Italia ha gobernado una plétora de partidos, en composiciones cuya combinatoria requería álgebras complejas. En versión menos vistosa, es lo que ha sucedido en todo el continente. La aparente excepción francesa no lo es en absoluto: primero, porque el presidencialismo –peculiar monarquía transitoria y electiva– confronta a un presidente y un parlamento con origen en distintas urnas; luego, porque los partidos de la Quinta República se hacen y se deshacen para cada proceso electoral, a «izquierda» como a «derecha», si es que tales palabras siguen significando algo.

Y éste es nuestro maldito problema. En España «izquierda» y «derecha» no son sólo el anacronismo en que quedaron para toda Europa. Aquí, son mitologías que hunden ancla en la subjetividad, diversamente delirante, del electorado. Y mueven comportamientos que poco tienen de política, esa negociada gestión del Estado, y sí demasiado de la teología que mueve las grandes creencias: las que hacen al votante del siglo XXI rehén de unos antepasados ante cuyos enmohecidos altares familiares sacrifica, impávido. «Izquierda» y «derecha» remiten, entre nosotros, a una guerra civil cuya hazaña épica sólo existe en la fantasiosa memoria, esa gestora de sentimentalidad imbécil.

Eso acabó. Aunque un vejestorio populista como Pablo Iglesias traté de resucitarlo. El cadáver de «izquierda» y de «derecha» no vale ya ni para mover afectos. Eso acabó. Si España lo entiende, se abrirá la ocasión de hacer política. Y aprenderemos a trazar sus fronteras en términos funcionales: los que aceptan las leyes y los que las violan. Aquellos que se someten a la norma, les guste o no les guste, de un lado; del otro, los populistas: secesionistas o bolivarianos. Toda alianza es posible entre constitucionalistas. Toda alianza es posible entre golpistas. Ninguna, transversal a ambos.

GABRIEL ALBIAC – ABC – 14/01/16