CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO-EL MUNDO

La víspera del 1 de octubre de 2017, Emilia Landaluce y yo estuvimos paseando por Gerona. La noche era suave, bebimos vino blanco junto a un muro gótico y luego nos fuimos de ronda por los colegios electorales. Cerca del Ayuntamiento, bajo unos pórticos, un grupo de jóvenes se preparaba para pasar la noche en un local. Entraban y salían con pizzas y papeletas. Parecían inquietos. Sobre todo cuando nos vieron. Uno de ellos, la voz contenida pero los ojos de hierro, se acercó y nos preguntó qué hacíamos allí. Le contestamos. En un minuto ya nos habían rodeado. La mayoría eran varones. Las más agresivas, mujeres.

– Enseñadnos vuestros carnets de prensa.

– Yo no tengo.

– Sois del CNI.

– ¿Nosotras? Estáis tensos.

– Hombre, claro…

– Ya. Es lo que tiene saberte cómplice en la comisión de un delito.

La conversación se desparramó por las imperiosas razones del referéndum: Cataluña es una nación vieja y vilmente oprimida; tenemos el Parlamento más antiguo del mundo; el españolista Felipe V nos masacró; el Estado español es autoritario y corrupto; la democracia consiste en votar y punto. Sesos prematuramente atrofiados hilvanaban mentiras, una después de otra, con una convicción a prueba del mejor esfuerzo pedagógico. Un muro. Igual de gótico.

Recordé aquella noche al leer el informe de la Alta Inspección del Estado sobre los libros de texto en Cataluña que aquí al lado publica Olga R. Sanmartín. El informe es, como diría un tertuliano, de-mo-le-dor. Aunque todavía más devastadores son los siguientes dos hechos: es el primer informe de este tipo en 40 años de obsesivo y cada vez más obsceno adoctrinamiento nacionalista. Y el Gobierno de Mariano Rajoy, con el artículo 155 en vigor, lo metió en el fondo de su abarrotado Cajón para Asuntos Incómodos. Del Gobierno de Sánchez no digo nada porque qué voy a decir: su complicidad con el separatismo es equiparable a su intimidad con la corrupción académica. Y en este caso convergen las dos.

Por resumir, el informe de la Alta Inspección denuncia con lenguaje recto, sin la flácida ambigüedad del político profesional, que muchos libros de texto en Cataluña «incitan al separatismo e ignoran la presencia de Cataluña dentro de España». Pero vayamos a los detalles, donde está el diablo: el empeño en la existencia de una corona catalano-aragonesa, con Cataluña como nación preexistente y de vanguardia. La interpretación de la Guerra –civil– de Sucesión como un enfrentamiento entre Cataluña y España. La letanía victimista sobre siglos de presunto genocidio cultural y lingüístico. El salto de pértiga institucional, de la Generalidad a Bruselas y de ahí a la ONU, sin pasar por las Cortes Generales, Moncloa ni, por supuesto, Zarzuela. La exaltación del Cambó catalanista y la omisión del Cambó franquista. El maravilloso epígrafe titulado Transformación de las mentalidades, donde se pide a los alumnos que ordenen, según la participación de la mujer en el mercado laboral, los siguientes «países»: Alemania, Francia, Gran Bretaña, Suecia, España, Italia y Cataluña. La conmovedora foto del joven Jordi Pujol–hoy defraudador confeso– recibiendo la visita de su hijo Jordi –hoy presunto corrupto– en una cárcel franquista, y el silencio sagrado sobre el devenir moral y penal de ambos. Las referencias al «acentuado talante nacionalista español» del PP que pactó con Pujol y no recurrió las sanciones lingüísticas, y su imputación explícita como responsable del proceso independentista por haber recurrido el grosero Estatuto de 2006 ante el TC. La definición de la ANC –¡de la ANC!– como organización «popular, plural y democrática». La mezcla de puerilidad y mala fe con la que se intenta denigrar el sistema constitucional; esta frase extraordinaria: «Durante los años de la democracia no se han podido resolver problemas sociales como el paro y la pobreza…». Y, para rematar, esta lección –instrucción– política, tan oportuna, tan sutil: el poder es del pueblo catalán, el pueblo catalán tiene derecho a votar y, sobre todo, tiene derecho a hacerlo mediante un referéndum. Bingo.

La constatación, ahora oficial, de que los cerebros de los niños catalanes están siendo sometidos a un proceso de centrifugado –ya, nunca mejor dicho– es motivo de optimismo. Sí, han leído bien: de optimismo. A pesar de estos infames libros de texto, que en el caso de la editorial Viçens Vives avergonzarían también al autor de Noticia de Cataluña; a pesar de la imposición, sin precedentes, del catalán como lengua vehicular de la enseñanza; a pesar de la impúdica e impune manipulación de TV3; a pesar de la ocupación física y simbólica del espacio público; a pesar del terrible espectáculo vivido ayer en Barcelona, donde los Mossos d’Esquadra confirmaron su peor catadura trapera permitiendo que los CDR reventaran por la fuerza una manifestación contra el adoctrinamiento en la escuela; a pesar de todo esto, Pujol y sus discípulos han fracasado en la creación de una nación catalana. Claro que Gerona by night es un lugar hostil para dos madrileñas inquisitivas. Pero también lo es para los padres que esta semana denunciaron a nueve colegios de esa provincia por repartir a sus hijos agendas con lazos amarillos. Así como la escuela franquista no logró hacer de España una, grande y sometida, la escuela nacionalista no ha logrado hacer de Cataluña una, grande y separatista. Es un fracaso notable. Y lo habría sido integral si el Estado democrático hubiera cumplido con su obligación.

El Gobierno de Rajoy recibió el informe de sus inspectores el pasado febrero, cuando, en virtud del artículo 155, el ministro Méndez de Vigo ejercía también como consejero catalán de Educación. ¡Algo tendría que haber hecho! Pero si ni siquiera fue capaz de quitar los lazos amarillos de los edificios públicos bajo su control directo… La abdicación del Estado es el triste hecho diferencial de la España democrática. El penúltimo ejemplo son las declaraciones a la BBC de Josep Borrell, el hombre que lo quiere todo. Vender bombas y que lo llamen Lennon. Competir con Vargas Llosa por el título de héroe del constitucionalismo y flotar acunado por las corrientes nacionalista y socialista de la nación catalana y la liberación de los presos. Peor incluso que un manual escolar corrompido es un ministro vanidoso y bienqueda.

El mal, en todo caso, está extendido. Incluso la parte más sana y limpia del Estado vacila ante el matonismo sentimental de los nacionalistas. Lo pensé hace unas semanas, mientras paseaba, esta vez después de un almuerzo barroco y feliz. Un amigo diplomático, inteligente y patriota, me comentó: «Deberíamos aprobar una ley de lenguas para quitarles la razón». ¿Qué razón? Qué equivocación. En retrospectiva, pocos instrumentos ha habido más eficaces frente a los proyectos segregacionistas que el español, nuestra lengua de integración, aquí y hasta con América. Hasta el punto de que habría que plantearse su fortalecimiento en Cataluña. Eso opinan cada vez más españoles. Y eso sostiene Albert Boadella con la certeza añadida de que, a estas alturas, una centralización de la enseñanza no sería un asalto a la autonomía sino un auxilio a la verdad. Es decir, a los conocimientos fácticos y científicos que todo niño merece y necesita, viva donde viva.

Pero los grandes partidos, cuando no retroceden, callan. España sigue siendo una tierra de tabúes y de pícaros. A pocos políticos, las luces cortas, les importa realmente la Educación. Ni la de los ciudadanos ni, como se ha comprobado estos días, la suya propia.