Armas

JON JUARISTI, ABC 23/02/14

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· La entrega ceremonial de armas a verificadores internacionales u otros compinches forma parte de la estrategia armada de ETA.

Cuando se trata de matar, siempre hay armas de sobra. Como no acabamos de salir del neolítico, pensamos que las armas son lo necesario y decisivo para ganar las guerras. Una idea absurda que siempre resulta consoladora para los que las pierden («el enemigo era peor que nosotros, pero tenía más y mejores armas»).

Convengamos que en ciertas fases del neolítico las innovaciones en la panoplia inclinaron la balanza hacia alguno de los bandos en liza: así, el estribo, el arco tártaro, la culebrina, la ametralladora Maxim 1910, el kalashnikov o la bomba de hidrógeno. Pero a partir de cierto estadio evolutivo no parece que la tecnología resuelva los conflictos por la brava, y ni los drones ni los misiles dirigidos por láser terminan con las guerrillas tribales.

El desbarajuste ucraniano demuestra que lo del armamento es un problema menor. En cuestión de días, un grupo insurgente puede armarse a un nivel suficiente para responder con mortífera contundencia a los ataques de la policía, y ello sin recurrir a suministros del exterior. Les han bastado los adoquines y los arsenales de las propias comisarías.

Clausewitz acertó en su día al observar que la guerra moderna consiste en una exasperación de la política. La guerra es una continuación de la política «por otros medios», decía el famoso general prusiano, interpretando lo que habían supuesto para la Europa del Antiguo Régimen las guerras napoleónicas. Pero desde entonces han cambiado mucho las cosas, aunque nos cueste entenderlo. Resulta mucho más difícil que en tiempos de Clausewitz distinguir entre la guerra y la política, por ejemplo.

En la guerra mundial de 1914-1989, el centenario de cuyo comienzo conmemoramos, hubo largos períodos de suspensión de hostilidades o de conflictos armados focalizados y dispersos, como la mal llamada época de entreguerras (1919-1939) y la Guerra Fría (1945-1989), pero a lo largo de todos esos años la guerra prosiguió por otros medios, los de la política, de modo que se hizo prácticamente imposible decidir si se atravesaban períodos de verdadera paz o de guerra latente. Los teóricos de la extrema izquierda y de la extrema derecha zanjaron la cuestión mediante la teoría de la guerra in

finita: la lucha de clases (para unos) o la de razas (para otros) proseguían su guerra universal e inacabable bajo la engañosa apariencia de la paz. Entre las ideologías de la Guerra Fría, la más proclive a la tesis de la guerra infinita fue el nacionalismo revolucionario, una síntesis más o menos aparatosa, según los casos, de las teorías de la extrema izquierda y de la extrema derecha. En Venezuela, el nacionalismo revolucionario pervive hoy en la izquierda bolivariana, y, en España, en la izquierda abertzale, emanación política de ETA.

La escenificación del Desarme Unilateral de la organización terrorista forma parte de la nueva táctica del nacionalismo revolucionario vasco, que juega con la superstición neolítica de que es imposible una guerra sin armas. Todo lo contrario. Según en qué fase de la guerra infinita nos encontremos, para los intereses del nacionalismo revolucionario puede resultar más efectivo que el terrorismo un giro hacia el pacifismo ostentoso, con dosificación de entregas ceremoniales de armamento a «verificadores internacionales» u otros compinches, siempre a distancia del Estado enemigo y de sus instituciones, porque la guerra no se da por concluida. Hay que recordar que la táctica del pacifismo os

tentoso ya fue ensayada con éxito en Venezuela por Hugo Chávez cuando renunció a la vía golpista sin comprometer, como era lógico, el recurso futuro a otros tipos de «violencia revolucionaria.

JON JUARISTI, ABC 23/02/14