Ascensores

ABC 27/04/14
JON JUARISTI

Nada hay más deprimente que un ascensor permanentemente estropeado, como el de la serie «Bing Bang Theory»

POR las tardes, de vuelta a casa, tomo el metro en la estación de Chamartín, probablemente la más lujosa estación de metro del planeta. Desciendo hasta el cuarto nivel por unas empinadísimas escaleras mecánicas que producen vértigos metafísicos. Solía evitarlas recurriendo a un ascensor que compartía con otros ancianitos, siempre los mismos. Solía, digo, porque desde hace un mes el ascensor está fuera de servicio. Así rezan los carteles que plantaron en su día ante las puertas de los cuatro niveles y que ya amarillean. Fuera de servicio. A veces me entran ganas de retirarlos y sustituirlos por otros que digan Por mí se va a la ciudad de Dite. O ¿Para esto hemos muerto un millón de españoles? Algo, en fin, que conmueva, sacuda o escandalice, porque nada hay más entrópico y deprimente que un «fuera de servicio», que lo mismo puede indicar un percance efímero que una muerte definitiva, una obsolescencia tan irreversible como la de los usuarios habituales del ascensor de marras. ¿Qué habrá sido de estos? Si no se han despeñado a estas alturas (y nunca mejor dicho) por las imposibles escaleras dignas de las mentes perversas de un Piranesi o de un Escher, vegetarán en sus parques suburbiales o en las salas comunes de sus residencias, habiendo renunciado a lo poco de aventura que la vida les permitía aún, es decir, al flanear gratuito por el aparato circulatorio de la gran metrópoli carpetana, dentro del cual el ascensor de Chamartín no equivale a una aorta ni a una safena. Si acaso, a un humildísimo bypass. Pero el colapso de un simple puentecillo puede aniquilar leucocitos y hematíes a mansalva o infartar todo el sistema.

Junto a las máquinas expedidoras de billetes, nunca faltan empleados, por lo general amables y serviciales, cuya función parece consistir en explicar a los guiris cómo se llega a Parla y qué se puede hacer en dicha población, además de lo de siempre. A veces les pregunto si saben cómo va lo de mi ascensor. La mayoría me mira con prevención o espanto, pero uno de ellos, al borde de la jubilación como yo mismo, acostumbra a darme el parte, como decimos los de mi generación. Al principio, se limitaba a informarme de que habían enviado el motor a fábrica, para reparar la avería. Sólo semanas después añadió el dato necesario de que, aunque la fábrica pertenecía a una empresa alemana, se hallaba deslocalizada en una comarca de Europa oriental: «inconvenientes y contradicciones de nuestra vergonzosa tecnodependencia en la época del capitalismo global, compañero», concluyó. Últimamente observa, en tono triste y resignado, que la crisis ucraniana está ralentizando el proceso. Ignoro si pretende vacilarme, pero prefiero creerle. Después de todo, se trata de una explicación económica y verosímil, como aquélla de don Sabino Arana Goiri, cuando, agobiado por las protestas de los lectores de su periódico, que se quejaban de que no publicase artículos en vascuence, se excusaba respondiéndoles que aún no había recibido las matrices de letras eusquéricas que había tenido que encargar a una linotipia de Madrid en manos, al parecer, de tipógrafos controlados por don Pablo Iglesias.

Por las tardes, de vuelta a casa, paso junto a mi ascensor fuera de servicio de la estación de metro de Chamartín, la más lujosa del planeta, encasquillado entre dos niveles, y me estremezco al pensar que quizá se me depara en él una imagen de lo que ha acabado siendo mi propia existencia crepuscular. O que me encuentro ante una desoladora metáfora de España. O de la Unión Europea. O, como mínimo, ante una ilustración moral del eterno enigma de la movilidad ascensional y descensional de los gallegos. Vete a saber.