Barcelona, puerto chino

LIBERTAD DIGITAL 07/02/15
JESÚS LAÍNZ

La cosa catalana es tan fértil en noticias que no ha habido tiempo para digerir una cuando ya ha llegado otra más gorda para sustituirla. Hace unos meses la Asamblea Nacional Catalana, ese organismo no elegido que da órdenes a Mas, publicó sus conclusiones sobre la creación de un ejército para la Cataluña independiente. Dado su pequeño tamaño frente a los Estados vecinos que pudieran invadirla –España y Francia–, se prevé un ejército especializado en guerrillas, emboscadas, sabotajes e incursiones de desgaste. En cuanto a la Marina, se estudia pedir ayuda e instrucción a la del Reino Unido.

Sin embargo, nada han inventado los de la ANC, pues ya tiene bastantes años el Centre d’Estudis Estratègics de Catalunya, organismo generosamente subvencionado para ir diseñando las estructuras del Estado futuro. Pocos días después de que la ANC explicara sus planes militares, el presidente del CEEC indicó:

En este momento, Cataluña tiene otros objetivos prioritarios y la finalidad de proyectar un ejército propio no es, a día de hoy, una cuestión de primer orden. Las hay más imprescindibles. No hacerlo así es dar munición a un enemigo que sólo busca desprestigiar y caricaturizar el proceso catalán.

El analista Jordi Molins ha aportado su grano de arena proponiendo recientemente en TV3 que, para evitar que una vez conseguida la independencia los franceses y los españoles volvieran a «invadirnos asesinando y violando a miles de catalanes», la Cataluña independiente se alíe con alguna gran potencia protectora. Y propone ofrecer a China los puertos catalanes como base para sus buques y submarinos. Así, ante la posibilidad de tener las armas atómicas chinas a sus puertas, la UE preferiría admitir a Cataluña en su seno aun contra la voluntad de España y Francia. Pero precisamente en Francia había pensado hace unos meses la Generalidad para poner en sus manos la defensa de la Cataluña independiente, ya que sería más rápido y barato que construir un ejército desde cero.

Esto de andar buscando padrinos nacionales no es nuevo. Ya tuvo su primera manifestación allá por 1898, cuando Prat de la Riba escribió una nota dirigida a la prensa europea explicando que la culpa del desastre la habían tenido los castellanos y que crecía el número de empresarios catalanes deseosos de que Francia se anexionase Cataluña:

Hay una gran parte de productores catalanes que, hasta hoy, por interés personal, se mantenían al margen del movimiento nacionalista porque compensaban con los derechos de aduana los prejuicios que el desorden administrativo les causaba.

Pero tras la pérdida de las colonias consideraban que era más conveniente cambiar de país:

Una situación, un momento propicio de la política internacional europea, y la anexión será un hecho.

Aunque nada más frágil que un amor interesado. En 1934 el periódico La Nació Catalana, dado que la región occitana («las tierras hacia las que se inclina nuestro espíritu racial y nuestro interés político») es francesa, proponía la alianza de Cataluña con la gran enemiga de Francia: «Con la esperanza de una Cataluña libre, aliemos el Pancatalanismo al Pangermanismo«. Y, efectivamente, un año más tarde los de ¡Nosaltres sols! enviaron a Goebbels un memorándum en el que ofrecieron al III Reich los aeródromos y puertos catalanes como bases en una futura guerra contra Francia, ya que

Alemania es nuestra amiga por ser rival de Francia, tiranizadora de una parte de nuestro territorio nacional.

Y concluyeron afirmando que una Cataluña libre representaría para Alemania un paso definitivo en el desmoronamiento de Francia.

En abril de 1938, con la victoria de Franco ya evidente, Companys envió a Londres, a espaldas de Azaña, a Josep María Batista i Roca para ofrecer a Chamberlain una serie de iniciativas destinadas a «salvar Cataluña» con ayuda británica. Comenzó Batista explicando que a la Generalidad no le interesaba mantener su apoyo a una República que no era asunto suyo: «Cataluña está fundamentalmente interesada, como siempre, en su propio desarrollo nacional y se siente distanciada del resto de España». La rocambolesca propuesta consistía en procurar un armisticio satisfactorio tanto para la España de Franco, que podía quedarse con la asediada Madrid y sus posesiones marroquíes a cambio de perder Cataluña, Valencia y Baleares, como sobre todo para una Alemania a la que Companys pretendía regalar el Sáhara español. Al interlocutor británico, Sir Horace Wilson, debió de temblarle el monóculo antes de acertar a responder al catalán:

No esperaría que apoyáramos tal idea, puesto que estaríamos situando a los alemanes en medio de nuestras líneas de comunicación desde el Cabo hasta Inglaterra.

Pero también el idilio alemán fue pasajero: a finales de 1938, representantes de ERC y del PNV propusieron a los gobiernos inglés y francés convertir unas futuras repúblicas vasca y catalanoaragonesa en protectorados de Inglaterra y Francia respectivamente. Disponiendo de Aragón como si fuera una finca de su propiedad, ofrecieron a ambos países, a cambio del apoyo para su independencia, el control de la franja entre los Pirineos y el Ebro como territorio amigo entre ellos y la hostil España ante la posibilidad de una guerra contra las potencias fascistas.

Inglaterra, Francia, Alemania, China… ¡volubles aliados, estos catalanistas!

Pero, aparte de la sorprendente ineficacia de la Constitución y el Código Penal ante estos asuntos, de lo que no cabe duda es de que evidencian el enquistamiento de una enfermedad nacional que será de muy difícil sanación. Y para ello harían falta, durante muchos años, unos gobiernos españoles que comprendiesen que su tarea va bastante más allá de llevar con eficacia la contabilidad del Estado.