Torrente a la catalana

EL CONFIDENCIAL 07/02/15
MANUEL CRUZ

Incurriríamos en una patología que bien merecería la denominación de «compulsión histérica por cambiar de pantalla» si, por el mero hecho de que Artur Mas haya anunciado elecciones al Parlament catalán para el próximo 27 de septiembre, pensáramos que hemos entrado en un escenario radicalmente diferente al que había hasta ahora, y dejáramos de extraer de lo que viene sucediendo en Cataluña desde hace ya un cierto tiempo las lecciones pertinentes.

Vaya por delante que ni veo probable, ni, por supuesto, deseo, que la errática deriva del procés (cuyo último episodio hasta el momento lo constituye precisamente el peculiar anuncio, con ocho meses de antelación, de la mencionada convocatoria de elecciones autonómicas) comporte como consecuencia que se produzcan sucesos violentos de una cierta importancia. Pero tal vez una consideración formal, relacionada con la manera de argumentar que de un tiempo a esta parte algunos han venido utilizando con notable ligereza en el debate político catalán, convendrá dejar aquí expuesta.

Merece la pena llamar la atención sobre el hecho de que los mismos planteamientos que sirven para justificar la desobediencia, el desacato a los tribunales, el incumplimiento de la ley o incluso el deterioro de la convivencia pueden servir para legitimar un determinado tipo de acciones, digamos que de una violencia de baja intensidad. La prueba la tenemos en que ya se han producido algunas, de carácter simbólico, y no merecieron por parte del soberanismo más reacción que una sonrisa displicente, acompañada, en el mejor de los casos, de algún comentario parecido a «qué piel tan fina tienen los unionistas».

Quizá convenga, a los efectos de lo que pretendo plantear, dar un paso atrás para tomar perspectiva. Recuerden, por ejemplo, el episodio de aquel programa de TV3 (Bestiari Illustrat era su título), en el que un aspirante a escritor disparaba cargas de tinta a las figuras silueteadas de diversos personajes públicos, mientras afirmaba que la violencia, aunque nunca sea deseable, en determinados momentos resulta necesaria (de acuerdo con la selección presentada por el propio sujeto, al que la presentadora reía las gracias, no habría más remedio que utilizarla, por ejemplo, con el entonces Rey de España o con el articulista de un diario de Madrid).

Es cierto que finalmente el referido programa fue retirado de la programación de la televisión pública catalana, como lo es también, por otra parte, que desde entonces no han dejado de producirse en Cataluña episodios de parecido tenor reseñables. La lista podría llegar a aburrir al lector: fusilamientos simbólicos, agresiones a sedes de partidos de los llamados «unionistas», escraches a líderes políticos anti-independentistas y otros sucesos similares, en incesante goteo. Por no hablar aquí de las iniciativas intimidatorias contra personas no directamente vinculadas a la política, como las que han padecido Encarna Roca, a quien se le pretendió retirar el doctorado honoris causa por la Universidad de Girona por votar en el TC algo que desagradó a los soberanistas, Joaquim Brugué, linchado en las redes sociales por dimitir de un remedo de junta electoral catalana que no reunía las mínimas garantías democráticas, Jordi Llovet, calumniado con bochornosas infamias por denunciar la servidumbre de una mayoría de intelectuales a la causa soberanista, contra el mismísimo Raimon, zarandeado en el espacio virtual por manifestar simplemente que «tenía dudas» respecto a la deriva del proceso y a cómo ello podría afectar al catalán en Valencia (zarandeo análogo al recibido por Ada Colau, en su caso por grabar un particular mensaje de fin de año en castellano) o, por mencionar la última hasta el momento, la amenaza de boicot a la marca de cava Freixenet por un spot navideño en el que se brindaba por «seguir juntos», expresión de todo punto intolerable para el soberanismo.

No dudo que, en caso de ser preguntadas, todas las personas que hacían la vista gorda mientras preparaban el programa responderían que el pluralismo y el respeto al adversario político constituyen pilares fundamentales de la democracia¿Por qué he traído entonces a colación precisamente aquel episodio televisivo, tan anterior en el tiempo (de octubre de 2012, para ser exactos)? Porque permite formular una pregunta que considero relevante, sobre todo debido a que el recurrente argumento exculpatorio de los soberanistas cuando se les mencionan los ejemplos anteriores es, además del de su presunta insignificancia, el de que son «casos aislados». La pregunta, bien sencilla, es ésta: ¿cuánta gente participó en la preparación y edición del programa en cuestión y ni se sobresaltó, ni tan siquiera sintió una leve incomodidad, sino que vio normal (y no descartemos que incluso ingenioso) lo que estaban confeccionando? Debieron pensar, sin duda, que aquella violencia simbólica carecía de la menor importancia.

No dudo que, en caso de ser preguntadas al respecto, todas estas personas que hacían la vista gorda mientras preparaban el programa (o las que nunca han dejado de perpetrar en esos mismos medios públicos groseras manipulaciones de la información), responderían que el pluralismo y el respeto al adversario político constituyen pilares fundamentales de la democracia. ¿Qué provoca, entonces, que incumplan de manera tan pertinaz los principios en los que declaran creer? Pues el hecho de que por encima de ellos hay otro, de casi obligado cumplimiento en Cataluña desde hace una larga temporada, que es el deber patriótico de hacer «pedagogía del procés«, por decirlo con la expresión que tales personas suelen utilizar cuando hablan entre ellas. El problema, obviamente, es que pluralismo y pedagogismo (del procés en general o de cualquiera de sus momentos) no siempre resultan fáciles de compatibilizar.

 

Porque una cosa es llevar a cabo desde el poder pedagogía de las reglas del juego que supuestamente todos compartimos en democracia (como, por ejemplo, se intentaba llevar a cabo en la asignatura «Educación para la ciudadanía», o como se hace en la denominada propaganda institucional) y otra, absolutamente diferente, intentar hacer lo mismo con una determinada opción política, por más mayoritaria que pueda ser (o se pueda creer que es).

Mientras que el primer supuesto resulta perfectamente aceptable, entre otras cosas porque no coloca en posición de superioridad a ninguna de las opciones y, en esa misma medida, es respetuoso con la pluralidad existente, en el segundo supuesto, lo que se está dando por descontado es que hay una opción que está por encima de las otras, sea porque encarna la verdad (histórica o de cualquier otro tipo), sea porque cuenta con un respaldo popular masivo.

A mí la benevolencia con determinadas formas de violencia blanda me evoca a Torrente. Las palabras del personaje encarnado por Santiago Segura recuerdan mucho las que suelen pronunciar algunos soberanistas al hablar de sus jóvenes cachorros: ‘Ay, esos chicos…’.

De convencimientos de semejante tipo a comportamientos como los que empezábamos comentando, fronterizos con -cuando no plenamente incursos en- la violencia, no hay mucha distancia, que a los más fanáticos (partidarios, en definitiva, del «la letra con sangre entra») no les cuesta el menor esfuerzo recorrer. Cuando ello ocurre, lo más frecuente por estas latitudes es que los imbuidos del mismo convencimiento pero un poco menos fanáticos (partidarios, pero solo tibios, de la persuasión) prefieran ponerse de perfil, intentando pasar desapercibidos.

En situaciones así resulta poco menos que inevitable que a uno le venga a la cabeza la escena de la película «Cabaret» en la que un grupo de jóvenes nazis, brazo en alto, irrumpían en un merendero de montaña alpino e invitaban a todos los asistentes a cantar con ellos Tomorrow belongs to me. Al terminar la canción, el poderoso empresario alemán, que abandonaba el lugar esforzándose en aparecer indiferente ante lo que acaba de presenciar, recibe del protagonista del film la tantas veces citada pregunta: «¿Todavía crees que los puedes controlar?».

Aunque, bien pensado, tal vez insinuar este paralelismo sea regalar una entidad y espesor históricos a personajes a los que cuadra más la comparación con figuras más próximas y menos presentables. A mí la benevolencia de algunos de mis conciudadanos con determinadas formas de violencia blanda me evoca más bien la del inefable Torrente al contemplar desde su coche, mientras apatrullaba la ciudad durante la noche, la agresión de un comando fascista a un joven magrebí. Las palabras del personaje encarnado por Santiago Segura recuerdan mucho las que suelen pronunciar algunos soberanistas al hablar de sus jóvenes cachorros: «Ay, esos chicos…».